Antes (Fragmento)
del libro "El oído absoluto", de Marcelo Cohen. Publicado en 1989 por Muchnik Editores, Barcelona y Norma, Buenos Aires. ©1989 Marcelo Cohen
Era abril, ya nos habíamos despertado y estaba
lloviendo la mañana en que Ralph Laverty, el hijo de unos vecinos, vino a
traernos un telegrama del padre de Clarisa. No bien el chico se fue, el papel
pegajoso empezó a embebernos de silencio como una planta hipnótica. A los dos,
digo, pero el silencio de Clarisa era turbio, y cuando a eso de las diez pudo
romperlo fue para anunciar que de una vez por todas iba a hacerse agujeros en
las orejas. Con un denuedo brusco, con los brazos cruzados y el cuerpo incierto
bajo el vestido violeta, poco después bajó los escalones del porche. Yo, que
le había visto la sonrisa de fastidio, la seguí como quien sigue un esquife
ligero y vacío, no desde muy cerca, sólo para saber entre qué cañas va a
quedar varado.
Llovía tanto y tan al sesgo que era como si el mundo se
hubiese torcido. Avanzábamos, entonces, con una especie de marcialidad,
mientras el aguacero amenazaba diluirnos en mansos chapoteos, en el humoso
desequilibrio de los charcos. Yo pensaba a la deriva. Clarisa, harta de no
llevar pendientes, sólo quería pedirle a Tristán que le perforase los lóbulos.
Para los dos era día de descanso; atrás quedaba, en el porche, la lasitud
flotando sobre las tazas del desayuno. Lo que se veía adelante, en cambio, no sólo
era distinto sino más palmario: casas con jardines insípidos, campos con coles
y ciruelos, al norte el celofán del río y la balsa dormida en el embarcadero.
En la otra orilla, el asfalto de la carreta condensaba la pulcra, aborregada
jovialidad de Lorelei, el lugar donde vivimos.
Ni la tormenta podía evitar que esa jovialidad se propagara.
Porque aunque el agua lo desfigurase todo levemente, en la franca distancia de
unos cuantos kilómetros la Columna Fraterna, un empinadísimo tubo de aluminio,
se conservaba incesante, destacada, inmaterial, proyectando mensajes en el cielo
desde un ojo de añiles facetados.
Esa mañana el cielo era de gamuza gris; el láser de la
Columna, como un lápiz cumplidor, lo rotulaba con muchas caligrafías. ASALTAN
LA SEDE VATICANA DEL BANCO MUNDIAL. SU SANTIDAD SE ENFRENTA CON LA TURBA,
puedo suponer que estaba informando en mayúsculas de granate vivo. Después, en
negritas, habrá escrito el horario local de vuelos; en cursivas, una publicidad
de zapatillas Atahualpa, consejos médicos, el programa deportivo del día en el
Recinto Latino, algún chiste para los turistas. Todo en el cielo. Abajo, como
el sendero se iba borrando, nosotros ya cortábamos camino por la tierra
removida. Vi que Clarisa, mi pelirroja predilecta, se había embarrado las
pantorrilas. A traición, desde una casa, una radio cosió en el viento un
estribillo sedoso: Igual que una perla rota / es un mundo dividido. Entre
los mensajes en el cielo y esa música agraviante el tiempo se acalambró,
agobiado por las perversas simetrías de Lorelei. Yo sentí tal furia que en una
decisión impensada pero justa me caí de bruces. Al levantarme estaba
enchastrado y Clarisa me llevaba cincuenta metros de ventaja; pero mientras
echaba a correr pasó algo y supe que ciertas caídas, mejor las más torpes,
son sutiles anuncios de regeneración.
Lo que pasó fue que una mano apagó la radio. Sobre el
silencio inmaduro se hizo de golpe otro silencio, reventó el olor a tierra y al
limpiarme el barro de la frente noté que la lluvia paraba. En un rincón del
cielo el láser se detuvo; y cuando de nuevo empezó a grabar informaciones,
algo, soplo o latido, devolvió vigor al lomo del río y aspereza a las nubes
compactas. Los verdes recobraron autoridad.
Yo tengo un respeto por el azar: agradecí. No confío en que
se puedan vigilar las artimañas del tiempo ni abolir, por ejemplo en Lorelei,
los duraderos acuerdos de la palangana donde nos obligan a movernos; no
obstante, pienso, los sauces, la memoria de las personas, los días mismos
tienen sus devaneos. De un tic-tac a otro el esmalte de la palagana se
resquebraja y basta que uno esté alerta para que aparezca mucho escondite donde
colarse. Hay momentos, si uno los descubre, que son extraordinarias averías en
la red eléctrica que nos alimenta, y en el desconcierto que acuñan se puede
atisbar la anticuada audacia del vértigo.
Clarisa se había detenido jadeando. Subida a los restos de
una tapia se resignó a esperar para limpiarme la cara con el ruedo del vestido.
¿Cómo te dejaron bajar del Cielo?, hubiera querido preguntarle, pero
ella tenía la piel de los muslos erizada y siguió caminando. Poco después,
minúsculo a cien metros como un topo, divisamos a Tristán. Estaba entre dos
sauces. A medida que salíamos de los cultivos se iba agrandando.
Pese a la lluvia, entre las matas de espadaña y la orilla
sobrevivía una playita angosta invadida de cortaderas. Sentado frente al agua
con una lona sin color sobre los hombros, Tristán estudiaba una pieza de metal
bajo la mirada de Begonia, la hija que siempre lo vigila. Tumbada delante, una
Mobylette roja acaparaba buena parte de la luz; y todos, la moto también, se
protegían debajo de un hule negro desplegado entre dos ramas y dos estacas. Los
patos volaban bajo como si el viento los intimidara. Clarisa sonrió. Yo, más o
menos. Sabía que si desde el Recinto no nos atacaba la voz ubicua de Fulvio
Silvio Campomanes era porque Tristán le estaba cerrando el paso, y me daba
miedo que fuese provisorio. Sin embargo, lo mismo sigue pasando hoy. Por más
que Lorelei ya no sea el mortero de excitación que supo ser, a media hora del
Recinto la decadencia no se aprecia mucho; y si las canciones sinuosas de Fulvio
todavía pueden llegar a embalsamarnos, basta que Tristán esté sentado en la
ribera para que el aluvión de música se trabe en un mecanismo de fracaso.
Habíamos llegado. Tristán silbaba no sé qué. Dejando una
secuela de cañas inquietas, una lancha de excursión pasó por el río como una
caja de cristal llena de moscas. Con destornillador y llave Tristán se puso a
desmontar el sistema de admisión de la moto, útil más bien superfluo para
alguien que incluso al Recinto solía ir a pie. Extendió en el suelo la lona
que llevaba en los hombros para ir acumulando arandelas, juntas, pernos, hasta
que dio con la válvula de gasolina y apretándola entre dos dedos la examinó
dos segundos. Begonia se encargó de pasármela.
–Sopla, Lino–me dijo, y ella misma se aventaba el
flequillo.
Soplé cuatro veces antes de que la basurita saliera. La
gasolina era asquerosa, pero así son las costumbres de Tristán.
–Gracias– dijo Begonia. Me quitó la válvula de la mano y
se la devolvió al padre.
–Veamos si ahora arranca este tormento– dijo Tristán. Había
fijado la cuba y, girando el destornillador, intentaba regular la entrada de
mezcla. –Para algo te has tomado ese aperitivo, ¿no? Cojones, estáis hechos
sopa.
–Es el rocío– dijo Clarisa. Se había puesto en
cuclillas. –Tristán: una consulta.
–¿Complicada o fácil?–preguntó Begonia.
–¿Me harías agujeros en las orejas?
–Encantado. A Lino lo podríamos circuncidar, ya que
estamos.
–Las mujeres tenemos que usar aros de vez en cuando. O
pendientes grandes, voluptuosos. Con frutas– balanceándose sobre las puntas
de los pies, Clarisa se enjugaba el pelo.
–¿Te animás o no?
–Para mí no es cuestión de valentía.
–Si no estás ocupado puedo pasar esta tarde.
Tristán había llegado a Lorelei cuatro años antes
empaquetado en un programa de reeducación, y yo lo había visto hartarse de la
Clínica Alborada, tolerar la astenia de heroinómano, esquivar los empleos
oficiales y conseguirse un refugio en el campo a fuerza de trabajos poco
heroicos. La familia protestaba. Él ejercía una variedad del patinaje artístico
entre el dinero estrecho y las siestas junta al río, con un sedal de pesca
anudado en el índice. Clarisa, al contrario, parecía cultivar la acción,
acumulaba hechos hasta que le rompían todas las costuras, y entonces se perdía
con el chorro en panorámicos pozos difíciles de acotar. Así se hicieron
colegas. Las líneas que de cada uno partían rumbo al azur se enlazaban a sólo
diez metros en un vaporoso sofá de amnesia. También esa mañana se habían
entendido desde antes.
–Vale– dijo Tristán. –Ven a eso de las cinco.
–Sos un cráneo– dijo alla, y le acarició la cabeza.
Volvimos a casa sin hablar. Laxa y leve, la mano de Clarisa se
me resbalaba, no indiferente sino avisándome que esperase un poco más. El
telegrama, el telegrama que ya nombré dos veces, había llegado muy temprano en
la mano gordita de Ralph, el hijo de los Laverty; algún hipócrita de la
estafeta lo había puesto en el buzón equivocado y cuando Ralph me preguntó
quién era Lotario Wald pensé que un error más una alarma no eran buen
preludio. Pero Clarisa, que leyó sin respirar, me frenó el temor con la
primera de las dos frases que iba a decir en mucho rato.
–Tomá, Lino. Leé vos.
Para cualquiera que hubiese pasado más de diez años sin ver
al padre el texto no podía traer desasosiego. ADELANTADA JUBILACIÓN, decía.
EL RIESGO MANDA. PRIMERA MISIÓN VISITAR HIJA. LLEGO LORELEI 27 DE ABRIL. BESOS.
PAPÁ. Tampoco digo que Clarisa se deprimiera; del entrecejo a la boca le
bajaban dos rayas de molestia, en todo caso, en un ángulo corto que barría cálculos
someros o recuerdos perplejos. Intenté convencerla de que un viejo en
vacaciones no estaba obligado a devastar sus alrededores. Podíamos incluso
pasarlo bien. Pero no era eso, y no por cerrar el pico logré darme cuenta de qué
era en realidad. No habíamos terminado el desayuno cuando Clarisa echó la
silla atrás y con un envión nacido varios años antes proclamó que iba a
perforarse las orejas.
Yo no creía, es bueno aclarar, que los pendientes fueran a
fortalecer un hechizo, ni opinaba que a los treinta y un años el cuerpo de una
mujer estuviese completo. La seguí, presencié el trato con Tristán y cuando
volvíamos le ofrecí la mano. Desde que nos conocemos siempre hemos hablado
poco más que lo justo, al menous cara a cara, acaso para no regalar materia al
equívoco. Como a mí callarme no me hace infeliz pero me cuesta, un día decidí
comprarme esta máquina. La marca es Parkinson, nombre aciago para cualquier
herramienta; pero yo, tercamente, obedezco la consigna del profesor Burroughs:
procuro reescribir mis mensajes desde el silencio.
A la tarde, no bien se fue Clarisa, recurrí a mi servicial
ejemplar del I Ching en busca de alguna ayuda para arbitrar el choque de
familia. La sabiduría de este oráculo sólo es comparable a mi enorme
ineptitud para sacarle provecho, pero supuse que, como los buenos boxeadores,
podría darme una lección de astucia. Tiré las monedas. El hexagrama que
obtuve, y puede que esté mintiendo, fue el 25, Wu Wang, la Inocencia o lo
Inesperado, antes estos dos que sinceramente no parecen de la misma especie. Sin
embargo el dictamen se inclinaba por la inocencia: Elevado éxito, decía
entre otras cosas, y llamaba a la perseverancia, a no emprender nada sin
afincarse en la rectitud. La imagen presentaba al trueno debajo del cielo; los
objetos, tendientes al estado natural. Destapé una cerveza y bebí un trago. Líneas
móviles yo sólo tenía dos: la primera, Andanza inocente trae ventura, y
la cuarta, El que es capaz de perserverar permanecerá sin tacha. Como de
mi propia perseverancia no podía dar fe, como la rectitud me importaba menos
que evitar goteras en el techo que Clarisa y yo nos habíamos construido, decidí
desprenderme también de la inocencia, adjudicársela a Lotario Wald y
registrarlo en mi libro de entradas sin observaciones previas, sin abreviaturas
ni correcciones, sin cara imaginada.
Un rato después se presentó Ralph Laverty con los carrillos
llenos de chicle, restos de espuma de afeitar en la mejilla derecha y un
avioncito de control remoto en las manos. Me pidió que no le contase a nadie
que todas las tardes se entrenaba para el día en que le tocara rasurarse
de verdad. Naturalmente, esperé a que el avión hubiese dado un par de vueltas
sobre el jardín antes de preguntarle qué pensaba de la perseverancia.
–Perseverancia– me dijo con la v mordisqueante de los
irlandesitos, –es cuando a ti por ejemplo se te rompe este aeroplano que te
gusta cantidad y, qué vaina, lo tienes que pegar todo. Todos los pedazos, eh, y
es un gran trabajo, pero luego ves que puede seguir volando, otro día,
comprendes.
–Creo que eso que decís es la paciencia–observé.
–Mira– dijo él. –Ahora, verás, cuando aquel barco pase
por el muelle, en mi avión se abrirá una puerta y saltará un paracaidista.
Más tarde bebimos naranjada mirando cómo el láser
pespunteaba el atardecer, FINANCIA LA TRILATERAL LA
RESTAURACIÓN DE LOS GIGANTES DE LA ISLA DE PASCUA–GIBRALTAR ES UN SUEÑO
IBEROAMERICANO – MUJER: DONA TUS GLÁNDULAS. HAY MILES DE SERES QUE LAS
ESPERAN PARA INICIAR UNA VIDA MÁS PLENA – HOY, 22 HS, MAGNOLIA I,
CONFERENCIA. ETNOLOGÍA Y COCINA EN LA CUENCA DEL ORINOCO, hasta que
aburrido del todo Ralph se despidió, rubio, sudado, y cuando estaba por llegar
a su casa lo vi cruzarse con Clarisa. Avanzaba rápido desde el ocaso malva, con
una chispa de plata al borde de cada mejilla, traslúcida como una silueta móvil
en la lámpara china.
–¿Te gustan?– preguntó, y ahora sí me apretaba las
manos. –Me los prestó Tristán. Dice que los robó una noche en el Fiodor's.
Tan raros eran esos pendientes que me aliviaron el dolor de
verle los lóbulos irritados. En el ínfimo trapecio de la izquierda una
muchacha se columpiaba con las piernas cruzadas; en el de la derecha, un
funambulista, de pie, sostenía una barra de equilibrio. Parecían livianos,
como de hilo de platino, pero no era la brisa lo que los balanceaba sino la
sospecha alegre de ser, por mucho que el pelo cobrizo los comprometiera con
reflejos, independientes de cualquier memoria.
–Están muy bien hechos– comenté.–Pero me cuesta
acostumbrarme.
–Te imaginarás a mí. Es como si anduviera colgada de algo.