Domingo 03 de junio de 2001

ENTREVISTA CON MARCELO COHEN

Inolvidables veladas de la ficción

En "Los acuáticos", editado por Norma Cohen vuelve a crear un inquietante espacio imaginario para indagar el mundo actual: un delta fantástico e infinito, en cuyas islas transcurren seis relatos que combinan la irrealidad y una lúcida mirada sobre el presente.

FLAVIA COSTA.

Los infinitos son todos parecidos. La melancolía de una tarde de lluvia, el rumor de algún auto que pasa por la avenida, la neblina de un otoño perezoso: el día es una constelación gris que uno sospecha coherente con las últimas noticias y con el tono general del universo. Y sin embargo basta un par de horas de conversación con Marcelo Cohen para que esa percepción pueda cambiar radicalmente. En cada hecho —las nubes, un gato que pasa corriendo, la pavorosa belleza de las máquinas— Cohen percibe una promesa auroral: el increíble poder de la imaginación para rehacer el mundo.

La excusa es hablar de Los acuáticos, su nuevo libro de relatos, y el primer acuático es el autor, que aunque tiene paraguas prefiere mojarse bajo la llovizna fría. Cuando al fin llega al bar donde transcurrirá la charla, pide un café y dice, como para empezar a hablar, que ha dejado de fumar. Avisa que le cuesta hablar de sí ("me da vergüenza cuando escucho a algunos decir barbaridades como ''mi obra''") pero de a poco se afloja. Cuenta entonces que antes de exiliarse en España, en 1975, intentó estudiar Letras, pero abandonó a los dos años. Que después se arrepintió, porque "es importante tener una guía de lecturas sistemática". Que pocas cosas le dan más placer que escuchar jazz por las mañanas. Que entre sus lecturas favoritas están el Tao Te King, los poemas de San Juan y los de Rumi, y también Wittgenstein, Beckett, Michaux, Flann O''Brian.

Mezcla rara de intelectual crítico y maestro zen, Marcelo Cohen (Buenos Aires, 1951) se parece mucho a la imagen que de él puede tener un lector atento de sus libros: brillante, obsesivo, piadoso, es una de esas personas cuya capacidad de comprensión las ha vuelto extraordinariamente amables. Escucha con atención y casi nunca contesta directamente lo que se le pregunta: aborda cada tema desde un ángulo oblicuo y empieza a rodear el núcleo del asunto hasta que, medio de golpe, uno se da cuenta de que todo ese aparente rodeo era imprescindible. Uno reconoce, además, la sofisticada inteligencia capaz de producir esos relatos originales y poéticos que desde 1972 —cuando publicó su primer libro, Lo que queda— lo convirtieron en uno de los nombres clave de la actual literatura escrita en castellano.

En Los acuáticos Cohen vuelve sobre un tópico habitual en su narrativa: la idea de que el mejor modo de indagar el mundo presente es crear un espacio imaginario. Y más aún: que ese espacio modela íntimamente la vida social y hasta la identidad de quienes lo habitan. Así, El país de la dama eléctrica ocurre en el conjetural barrio de Villa Canedo; Insomio sucede en la claustrofóbica Bardas de Krámer; El oído absoluto transcurre en la isla de Lorelei; y la trilogía de Georges La Mente (las novelas Inolvidables veladas, Variedades y Un hombre amable) tiene lugar en un espacio sin nombre explícito pero con enorme incidencia en la suerte de los personajes.

También para su último libro Cohen inventó un escenario especial: un archipiélago de islas de río bautizado Delta Panorámico. Se trata, dice el autor, de un lugar que es "como este mundo dentro de cinco minutos". Un mundo fluido, lábil y bastante argentino que nace de las posibilidades del presente, "algunas consumadas y otras que podrían consumarse".

Cada uno de los seis relatos que componen el libro es y transcurre en una isla. Todos narran una historia diferente, apenas ligada a las demás por una vaga coordenada espacial —el Delta— y por un extraño fenómeno neuro-psico-tecnológico, la "panconciencia": uno de esos artefactos estrafalarios con que Cohen se gana siempre un lugar dentro de la ciencia ficción.

—¿Por qué, después de varias novelas, decidió volver a escribir cuentos?

—Primero porque tenía en mente historias bien distintas, más aptas para el cuento. Y segundo porque creo que el cuento, como género, ha sido objeto de pocos desafíos en las últimas décadas. En un momento alcanzó un grado de estilización muy alto pero luego se quedó congelado como problema técnico. Y ante la enorme libertad de la novela, la supuesta necesidad del cuento —el mandato de que "debe ganar por knock out" o que se debe leer de una sentada— es muy molesta. Entonces quise escribir cuentos contra esa preceptiva, terminar con la idea de que el cuento debe tener un comienzo y un final, un clímax y un desenlace. Para eso se me ocurrió que era posible ver al relato no como líneas sucesivas, sino como un plano extensible en múltiples direcciones: más blando, más fluido, más desflecado.

—La suya solía ser una economía de mucho derroche: crear un mundo con todos sus detalles para contar algo pequeño.

—Es un vicio, sí. Pero ahora decidí trabajar con muy pocos elementos. Por primera vez no tengo todo el universo en la cabeza. Sólo sé que es un río que no tiene comienzo ni fin, las islas son infinitas y cada isla tiene un problema distinto. Y las relaciones que se dan entre esas islas están dadas por la necesidad de cada cuento.

—¿Por qué decidió dar ese salto: ponerse a escribir sin saber todo lo que va a pasar?

—Porque entendí que las ficciones muy pensadas desde antes —Hace rato viene diciendo: "Cuando sea grande quiero hacer poesía". ¿Falta mucho para ese libro de poemas?

—A veces digo cosas así, pero después tengo mis dudas. Poesía y narrativa son dos artes muy diferentes. Yo me siento un ladrón cuando escribo poesías: creo que estoy robando un terreno que no me pertenece porque mi disposición y el tipo de problemas que me planteo son narrativos.

—¿La narrativa y el ensayo son géneros menores en relación con la poesía?

—Hay algo que nos enseña la poesía, y es la falta de metas. Esa falta de metas debería infiltrar la narración, siempre exigida por el cumplimiento de la tensión, el nudo, el desenlace y todo eso. También es cierto que para mí la poesía es la experiencia verbal más conmovedora e inquietante que existe. Tal vez por eso he sido obsecuente con algunas ideas menores de los poetas que pueden ser embarazosas. Por ejemplo, Paul Valéry dice: "Yo no podría escribir una frase como ''La marquesa salió a las cinco''". Y uno termina suponiendo que esa es una frase bochornosa. Y no es así. Si uno está buscando el momento en que el mundo cambia para siempre, debe escribir frases como esa. Supongamos que uno quiere narrar el instante en que alguien descubre que está muy cansado, como la protagonista de uno de estos cuentos, "Neutralidad"; una sensación que resume en la frase: "Un pequeño esfuerzo más y ya morimos". Se podría decir: "Nos esforzamos, corremos locamente tras una quimera y luego morimos". Pero a mí no me interesa eso. Quiero ver cómo llega alguien a esa sensación, a ese momento. Y para eso hay que seguir toda la secuencia, que acaso empieza justamente a las cinco.

—Como dice Ballard: el espacio, la circunstancia no son ajenos al estado mental.

—Estamos conformados por la minucia de lo que pasa. Y esto se relaciona con otra cosa: hay varios modos de desposeerse, de terminar con el Yo. El amor, la meditación trascendental, la heroína. Pero me parece que la entrega al fluir de los hechos es una manera amable, efectiva y a veces olvidada de liberarse del peso de la conciencia.

—Es evidente en la idea de acallar la conciencia la lectura de ciertos textos orientales. ¿Cómo se acercó a esos textos?

—De esas cosas es preferible no hablar, porque en cuanto uno las nombra se da cuenta de qué poco honor les hace. Pero en fin: siempre me interesó todo ese mundo, aunque sin dudas Paco Porrúa fue decisivo. Con él perdí la vergüenza a hablar de la idea de que quizá, como aspiración, haya que renunciar a toda operación personal. La literatura es un campo extraordinario para ejercitarse en el olvido de uno. Justamente porque puede servir para todo lo otro: convertirse en una personalidad. Están las dos opciones. Claro que también está el peligro de dejar de escribir.

-A eso iba. Si usted ya no necesita una razón para escribir: si es feliz, si no busca evadirse de nada, si el fluir de la conciencia no lo perturba, ¿escribe o no escribe?

—Ah, esa es una prueba decisiva. Hay varias cosas a las cuales uno aspira en el terreno de una presunta moral relacionada con la escritura. Una es poder cambiar de estilo; no estar sujeto al propio estilo. Otra sería no necesitar escribir finales palmarios. Y la prueba decisiva es poder dejar de escribir. Eso quiere decir que lo que uno ha escrito era en verdad necesario. Pero uno nunca sabrá cuán necesario era lo que escribió, o si era sólo una impostura.



Un esbozo de biografía: Marcelo Cohen nació en el seno de una familia judía de clase media. Pasó su infancia en el centro, en la esquina de Paraná y Paraguay, aunque le gusta decir que es hombre de río: hasta los 20 años iba todos los fines de semana a remar con su padre a San Fernando. Empezó a trabajar pronto: primero enseñaba inglés a sus compañeritos del barrio; a los 16 años se empleó como cadete. Cuando abandonó la carrera de Letras se dedicó al periodismo. Militó en el partido Comunista ("no me hizo un daño irreparable", dice). En 1975 decidió exiliarse en Barcelona. Antes había publicado dos libros de cuentos: Lo que queda y Los pájaros también se comen, de los que hoy, dice, prefiere no acordarse. En España trabajó como periodista y traductor, un oficio que aún hoy cultiva con dedicación amorosa. Volvió 20 años después "porque aunque ya es tarde para creer en la sinceridad, la identidad y esas confusiones, hay una memoria del cuerpo que es insobornable".

—¿El exilio le hizo ver aspectos del país o de sí mismo que no había registrado?

—La distancia ayuda a lograr un contacto menos mediado con las cosas. A mí me ayudó a tomar distancia del lugar común, del prestigio un poco obsceno de las pasiones, de los impulsos teatrales que son parte de nuestro modo de ser. Algo que se ejemplifica con la crisis del fútbol argentino. Parte de esa crisis se manifiesta en que, más que la pelota y los goles, importa la pasión: los abrazos de los jugadores, las tribunas, los cánticos, las banderas. Y eso está arruinando al fútbol, porque se pierde todo lo entretenido que es el juego por sus variantes, por lo que puede pasar de físico e inteligente dentro del campo. Esto es una enfermedad argentina: creer que la representación del fuego que causa una sensación es más importante que el fuego y que la sensación misma.

—¿Cuándo decidió que iba a ser escritor?

—Mmmm. Esto cambia cada cinco años.

—¿Por qué?

—Tiene que ver con la palabra pública. Uno da respuestas de circunstancia, o respuestas míticas. Uno recuerda que Dylan Thomas cuenta que de niño se quedaba estupefacto ante el sonido de las palabras, recuerda a Kafka, a Faulkner. Y la verdad es que el hecho de que a mí de chico me gustara escribir no tiene relación con la decisión de convertirme en escritor. Uno no decide, se va quedando apresado en eso. Sin embargo, sí: hay hechos decisivos.

—¿Cuáles son esos hechos?

—Creo que son Julio Verne, las revistas de superhéroes y ya un poquito más tarde Ray Bradbury. Es decir, la necesidad de evasión. Las ganas de evadirse hacia un mundo enteramente creado por la mente. Y de lograr que, primero en la cabeza de uno y luego en la de alguien más, se sostenga algo que en principio es imposible. Ese es el hecho desnudo más extraordinario de la literatura: que a partir de la simple percepción de unos sosos signitos negros esparcidos en una página, la mente pueda llenarse de cosas que le producen las mismas sensaciones y emociones que aquello que le llega a través de los sentidos. La literatura es el primer arte virtual.

—¿Cómo percibe el lugar que ocupan los escritores en este momento?

—Es un tema interesante. Creo que la industria del espectáculo ha revertido la inutilidad del escritor desde el punto de vista económico-productivo en una utilidad espiritual. Para compensar al escritor por el maltrato que se le da porque su producción no es rentable, se le ofrece el papel de quien tiene la palabra legítima en el ágora, el sabio de la sociedad. A cambio se le exige que la literatura sea comprensible, fresca, que comunique. Tanto es así que diría que hay una narrativa internacional productora de relatos comunicables en la que los nombres son más o menos intercambiables: tanto da Luis Sepúlveda como José Saramago. Una literatura inmediatamente traducible que incluye las necesarias preguntas metafísicas que cada tanto la sociedad de consumo debe hacerse para no sentir que está indiscerniblemente pegada a las cosas. Esta narrativa tiene la función de dar cierto aire acolchado, una especie de airbag de la sociedad.

—¿Aun cuando esos escritores aparecen como voces críticas de la sociedad?

—Incluso pueden darse el lujo de ser irritantes, porque están en el lugar de lo que en nuestra penosa democracia es la oposición: opuestos complementarios. Y esto es catastrófico para el lector y su posibilidad de mantener una relación de placer con la literatura. Porque lo que olvida esta imagen del escritor es que la literatura es algo dicho que no puede decirse de otro modo. La sabiduría que hay en un libro proviene de alguien que descubrió algo, y eso que descubrió es su libro: son las palabras de su libro. Traducida para hacerla comprensible esa sabiduría se derrama.

—Usted suele decir que con la escritura busca evitar las mediaciones. Es algo paradojal, porque si el lenguaje es mediación por excelencia, ¿cómo se llega "a las cosas mismas" a través de la literatura?

—Y... no hay manera. Desde Rimbaud, desde Nietzsche sabemos que el lenguaje es ese desgarramiento que hace que yo no pueda decir "Yo" sin convertirme en otro. Pero de eso también se puede aprender. Por ejemplo, que hay muchísimas menos palabras que cosas en el mundo. Y justamente en esa especie de pobreza hay una riqueza portentosa. Quiero decir: la gracia y la condena del hombre es la imaginación. En el momento en que el hombre dice: "¿Qué pasaría si...?" y la conciencia hace el salto imaginativo, hemos empezado por agregar cosas que el mundo no necesitaba. Si uno lo piensa un poco, es un misterio de lo más curioso.

 

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