Aspectos de la Vida de Enzatti
del libro "El fin de lo mismo", de Marcelo Cohen. Publicado en 1992 por Anaya y Mario Muchnik, Madrid y Alianza, Buenos Aires. ©1992 Marcelo Cohen.
42 años
Bajo un espeso cielo sin luna hay un edificio, en el edificio varias ventanas
abiertas, aunque ninguna iluminada, y cerca de una de esas ventanas un hombre
pensando que ocupa el centro de la noche. Tiene los ojos abiertos, pero la mente
en duermevela, y a su alrededor la oscuridad incompleta se agita a veces enviándole
reflejos rosados o blancuzcos, atisbos de objetos que el hombre no intenta
reconocer. Se llama David Enzatti. Está acostado; no se mueve porque, si en
cierto modo está pensando, piensa que el sistema de la noche, sus equívocas
armonías, dependen de que él se mantenga en el centro. Enzatti se considera
tranquilo; piensa o siente que él articula la noche. Sudando un poco, lamido
esquivamente por la respiración de su mujer, deja que los ojos se le cierren.
Una oscuridad más absorbente le exige que no se abandone, y al mismo tiempo lo
cerca y lo acuna.
De repente oye un grito.
Es violento, es largo, tiene algo de lata y aislamiento, no es
un grito vertical sino sesgado o parabólico. Oteando la oscuridad, Enzatti se
esfuerza por discernir si ha soñado en sus sueños o en algún lugar del mundo,
y mientras se arranca las gases de la duermevela el grito vuelve a oírse y otra
vez se le escapa: lo único que le queda es la angustia del eco en la cabeza. Y
el eco dice que el grito, por mucho que se haya repetido, no es de desesperación,
tampoco de pena, no es un grito de dolor ni de cólera ni de rabia. No es un
insulto, no es un gemido. No se hunde claramente en el silencio como el chillido
de un lirón, no le da peso al silencio, ni forma: lo fractura.
Es un grito, y cuando vuelve a hacerse oír Enzatti tampoco lo
escucha (sólo puede sumarlo al recuerdo porque está pensando), deliberado y
urgente. El grito de alguien que quiere que lo oigan gritar.
Y ahora Enzatti, inmóvil todavía en el centro de la noche,
lo tiene en la cabeza y no puede ignorarlo.
Por mucho cuidado que ponga en no despertar a Celina, que
sigue durmiendo, al sentarse en la cama Enzatti altera el sistema de la noche.
La oscuridad seccionada se ha puesto a girar en raros sentidos, y de la confusión
nacen fuerzas mañosas, arbitrarias, que lo atrapan. Enzatti y la estela del
grito están unidos a través de la noche como dos puntas de una grieta que
corre entre escombros. Pero la unión no es inerte, sino magnética o viva, u
ocurre más bien que Enzatti no soporta que el que ha gritado siga gritando.
La placidez se resquebraja. Enzatti se levanta, se asoma a la
ventana: una azotea con macetas, líneas de alquitrán en un techo, un gato se
escabulle, antenas y tanques en una atmósfera de nitrato de plata.
Se aparta de la ventana, domina el corazón, agarra de la
silla el pantalón y la camisa, se calza los mocasines y esquivando muebles apiñados,
pisando cajas y juguetes, encuentra en el pasillito un reducto donde vestirse.
Después cierra la puerta del dormitorio: Celina sigue durmiendo. Mientras se
apoya en la jamba de la otra puerta para pispear en el cuarto de los chicos, los
ronquidos esporádicos, menudos, le llegan flotando en la penumbra como partes
de ese orden que el somnífero que tomó no pudo terminar de construir. Hay
ahora para Enzatti un ensueño de olores infantiles, quizá un desvanecimiento,
y antes o después del nuevo grito la impresión de que un desequilibrio está
por desintegrarlo; después, seguramente, porque esta vez el grito le llega no sólo
como un llamado sino como una consecuencia.
¿Consecuencia de qué? Con el recuerdo del grito, que sigue
conmoviendo el aire, Enzatti se llena de rajaduras: como el esmalte rajado de
una cerámica entera. Pero no, no es eso.
A los tumbos va a la cocina, esquiva más objetos, tantea el
hacinamiento en busca de una servilleta y se seca el sudor. Se está preguntando
por qué no entró en el baño, cuando vuelve a oír el grito, más enérgico o
más impaciente, también más amortiguado porque no hay allí ninguna ventana
abierta, y entonces, en el resplandor que se filtra desde el patio interno,
entre la raya blanca que es el brillo de la cafetera y los destellos de los
mosaicos, le parece ver la cuerda arqueada del eco del grito, y en su propio cráneo,
como en un teatro fugaz, la recua de armónicos que lo acompañan.
Todo sonido tiene sus armónicos, sonidos secundarios que lo
rodean y lo conforman; una grey discreta, opciones ocultas y quizás
postergadas. Un sonido es él y el racimo de sonidos simultáneos que arrastra o
desencadena. Eso dice la física. Y además de los armónicos, si uno pellizca
una cuerda (piensa Enzatti) la nota que se oye es seguramente impura, porque la
cuerda vibra, o vibra el aire, y la vibración se propaga y afecta otros puntos
del aire antes de extinguirse; y el aire está lleno de impurezas.
En el teatro del cráneo de Enzatti el grito que lo arrancó
de la cama, el grito que en la calle o el mismo cráneo vuelve a sonar y
convoca, está levantando un revuelo de sonidos antiguos. El grito surca el cráneo
y los armónicos se expanden, se arremolinan, chocando con cosas dormidas que,
obnubiladas, se alzan a la vigilia tintineando. Después los sonidos se
derraman, a los saltos se cuelan en la noche de la cocina para reventar lo que
queda de orden, pueblan las capas giratorias de la oscuridad y Enzatti, con la
camisa pegoteada y la servilleta en la mano, entra en el tráfago o se deja
arrastrar. Otra vez, a todo esto, le parece haber oído ese grito pelado.
Descuelga las llaves y sale.
31 años
Al salir del hospital sintió que la primavera le sacudía el cuerpo con una
tropa de aromas para obligarlo a levantar la cabeza y mirar su despliegue. Era
deslumbrante, sí, y arbitrario: jacarandaes cuajados de azul claro balanceaban
las ramas en una ingravidez general, relucían los parabrisas de los coches, el
polen y los vestidos y la brisa que deshacía peinados unían sus vigores, una
tibia alianza sinergética ponía la realidad a levitar, no, a rotar sobre un
eje variable, de modo que cada vuelta era un poco distinta a la anterior y nada,
nada podía preverse, ni la hora del próximo café ni el rumbo del pensamiento.
Como eso era justamente lo que Enzatti quería, perder el hilo, se dejó cercar
por el aire. Así envuelto, más frío por dentro que indiferente, se alejó del
hospital muy despacio convencido de que, como el rastro plateado de una babosa,
dejaba un trazo de visiones desunidas: el frasco invertido del plasma, apósitos
en la mesa auxiliar, el pedal de la camilla, relleno asomando por un tajo del
tapizado de la camilla, las venas hinchadas en la nariz del padre, el ceño
furiosamente arrugado, alguien con una hipodérmica. Era improbable que el padre
de Enzatti recobrara la conciencia; lo habían operado después de la caída y,
aunque una parte del cerebro estaba estropeada, los médicos se habían
obstinado en salvarlo y ahora respiraba, con los párpados entornados, no
siempre constante, más allá de la espera y el dolor. Entonces Enzatti dejaba
atrás el hospital cargado de una rencorosa levedad. No por la primavera, no por
algo cíclico. Madre muerta varios años atrás, ahora padre en el limbo, en la
nada: Enzatti caminaba suelto, como supurado por el mundo, sin origen ni
explicación. Nada de haber perdido un vínculo real: no había habido
presagios, despedidas, no había habido recapitulaciones. Apenas una caída de
viejo, un golpe. Y Enzatti en el mundo como una presencia inmotivada. No hijo de
padre y madre, sino una emanación de la vida, una exudación, algo que, más
que morir, al final terminaría evaporándose. Eso pensaba, sin espanto. Por el
momento. Eran las once menos diez, y a las doce tenía que ver al fabricante de
juguetes Malamud. Cruzó la calle. Se detuvo en la otra acera. "Ese
bar", dijo entre dientes. Y entró. En el espacio alargado, la gente no tenía
más remedio que aglomerarse entre el mostrador y un tabique con espejos:
agotados parientes de prostáticos, padres flamantes, enfermeras y proctólogos
hermanados, entre el olor a mostaza y el humo de la máquina de café, por la
eternidad de un intervalo. Al final del mostrador, ante el escurreplatos de
aluminio, había un taburete vacío. Acomodándose, Enzatti pidió vino. Vino
blanco frío, y se lo sirvieron no en vaso sino en copa. Un hombre que parecía
huraño, o arrogante, lo desmintió dirigiéndole una sonrisa. Había bajado el
diario y dado un paso hacia él, y lo miraba como si supiera que Enzatti había
perdido los lazos con su origen. En ese momento de intimidad enervante Enzatti
bajó la vista, aunque en seguida volvió a levantarla. Súbitamente el hombre
dijo que lo disculpase, pero que lo estaba observando porque, si bien no era
tanto más viejo que él, al verlo le había parecido verse a sí mismo en otro
tiempo. Se rieron los dos. Enzatti lo convidó a una copa de vino. Entonces el
hombre dijo que no bebía alcohol, y después del silencio hizo la pregunta:
"¿Sabe por qué no bebo?" "No", dijo Enzatti.
"Entonces, mire", dijo el hombre, "se lo voy a contar. Se lo
cuento: una vez, hace años, yo tenía que ir al hospital a ver a mi hermano,
que había chocado con la moto. A mí me hervía la cabeza por adentro, de la
rabia, porque le había advertido que alguna vez se iba a hacer puré, pero no
quería desaprovechar la visita en reproches. Sabía que mi hermano estaba
grave, así que lo que más me importaba era conversar, por más que él fuera a
curarse aprovechar ese momento decisivo para explicarle que yo le tenía un gran
cariño y, dentro de lo posible, aclararle cuestiones importantes de nuestra
relación, y también hacerle ciertas preguntas. Para que entienda lo
fundamental que era para mí esa conversación, y en el fondo para los dos, le
explico que mi hermano y yo estábamos muy unidos pero nunca, nunca habíamos
dialogado. Por eso yo no quería desperdiciar la visita en reproches, sobre todo
con un hombre que tenía el cuerpo hecho bosta. Así que, como yo era muy
temperamental, para calmarme entré a un bar a tomar un vaso de vino. Tomé dos
vasos de vino, bien pancho, digamos, debo de haber tardado unos tres cuartos de
hora en meditar y tomar el vino. Y cuando llegué al hospital, me dijeron que
hacía siete minutos que mi hermano se había muerto. Exactamente siete
minutos", insistió el hombre. Enzatti se dio cuenta de que no iba a poder
mirarlo con franqueza. Este tipo es un boludo, pensó. ¿Qué viene a
contarme ?, y ni siquiera por piedad o educación logró sonreír. Lo que
hizo, entonces, fue sorber un poquito de vino, tenerlo un rato bajo la lengua
antes de tragar, y mientras tragaba levantar la copa. Era una copa bombeada, el
frío del vino la había empañado, y entre las gotas que se escurrían hasta la
base, se dio cuenta Enzatti, sobre el vidrio convexo se acumulaban sin disputas
las partes de ese mundo suspendido, el bar y zonas de la calle. En la copa había
enormes dedos de enfermeras culminando brazos menguantes y al final diminutos,
una pequeña caja registradora, un remoto ventanal, distintas cabezas que en su
diversidad minúscula parecían inmóviles, y las campanas de vidrio con sándwiches
y el ventilador del techo arriba en retirada, y el suelo abajo en retirada, y la
frente de Enzatti en retirada, dejando el primer plano a la montruosa chatura de
la nariz, tan alejada de los ojos, todo definido y dispuesto en un fresco nimbo
verdeamarillo: la realidad acabada. Del otro lado de la copa, no excluido pero
aceptado a gatas, aleatorio, el hombre del hermano muerto parecía exigir un
comentario a su historia. "A mí ", dijo Enzatti, "no me espera
nadie. Yo ya fui al hospital, vengo de ahí. Yo puedo tomar todo el vino que
quiera." Pero no bajó la copa como quien ha dicho algo concluyente. En la
copa se ordenaban partes del mundo que la primavera había puesto a girar.
42 años
En la luz enchapada del ascensor Enzatti evita mirarse en el espejo. Es cuando
levanta la mano para alisarse el pelo que el grito estalla de nuevo como una
campanada (aunque timbre de voz), embistiendo, reclamando, pero débil en fin,
sometido por el sunsún del ascensor. En la cabeza de Enzatti, de todos modos,
sonidos adocenados reaccionan caóticamente. El corazón se le contrae como si
quisiera defenderse, y con ese malestar Enzatti se apura a ganar la calle. A lo
major esta última vez fue el recuerdo del grito lo que oyó. A lo major,
verdaderamente, no lo oyó nunca.
Afuera, como todas las noches, la luz pública alcanza para
ver muy poco. La desquiciada geometría del barrio reverbera apenas en el sueño,
rechazando el peso de la humedad con la monotonía de sus balcones seriados, sus
pastos solitarios, con la fingida solidez de una clase media declinante. En la
esquina, junto al charco de luz de un farol, un bache muy largo parece una boca
pasmada en el asfalto. Enzatti enfila hacia la esquina del supermercado. Cuando
llega se sienta en el escalón de la entrada, mira la noche, el lejano semáforo
de la avenida, cierra los ojos y cree que dormita, pero al rato pasa un cache,
ya ha pasado, y él se levanta.
En la ochava de enfrente leves grumos de niebla se pegan a la
base de una garita de vigilancia. Es un tubo alto de base hexagonal y estaría
vacía, porque hace tiempo que los vecinos no contratan guardias, si no fuese
por las palomas que alguien deja encerradas y nadie ayuda a escapar. Los paneles
de cristal blindado relucen de mugre. Enzatti cree distinguir aleteos, pero no
los oye.
Como no tiene pañuelo se seca el cuello con la mano. Cruza la
calle.
Treinta metros más adelante por la misma calle empiezan los descampados donde
ya nadie quiere construir o las obras, por deserción de la clientela, quedan
siempre inconclusas. Viguetas, cortafuegos y puntales desnudos afloran en la
maleza como vestigios de un porvenir atrofiado, y entre los sillares mohosos
acampan a veces los cirujas. Al lado de la tintorería hay un baldío que los
chicos del barrio mantienen limpio a fuerza de jugar a la pelota. Huele a tierra
mojada de vino, ahí, y extrañamente a madreselva, y Enzatti se sienta en el
tronco de un jacarandá derribado.
Hace un buen rato que el grito no se oye. Parece que no fuera
a oírse más.
Y sin embargo todo el silencio está colonizado por el eco del
grito, como si las resonancias partieran del cráneo de Enzatti y nada de lo que
Enzatti perciba, la huida de un ratón, un fósforo encendiéndose detrás de
una persiana, pudiera librarse de la revolución que los armónicos del grito
han desatado. De modo que Enzatti espera. Conoce momentos parecidos a éste,
tanto al menos como algunos de los sonidos que le enturbian el pensamiento: son,
todos juntos, el rumor de las preguntas que no pueden contestarse, un barullo
que surge cuando algo cae súbitamente sobre las explicaciones y las anula.
También es, ahora que se fija, la obstinada música del vacío.
Lo que Enzatti no sabe es dónde está el grito que la
desencadenó, y empieza a darse cuenta de que esta ignorancia lo asusta. Manteniéndolo
en vilo, el grito lo subyuga, y en la increíble persistencia de los armónicos
se van levantando no sólo preguntas sino también recuerdos. El grito duele. El
grito ha venido a expulsarlo del centro de la noche. A propósito, claro. Con
alguna intención. Basta ver que acá está Enzatti, aplastándose mosquitos
contra la mandíbula, solo con la lentitud del sudor en un baldío tenebroso. El
grito era y sigue siendo un llamado, tal vez una señal. Puede que un desquite
del propio cráneo. Es un grito que, además de levantar bullicio, exhuma,
quiere cobrarse algo, subleva.
Así que de pronto Enzatti se indigna. Si se sintiera más ágil
o despierto, si por otra parte ese malestar no le doliese en los músculos, se
levantaría de un salto y fumándose un cigarrillo volvería en seguida a su
casa, a su correspondiente mitad de cama. Pero no sólo las vibraciones del
grito lo tienen clavado al tronco del jacarandá, sino también la necesidad de
que el grito se repita y él pueda darle sentido, interrogarlo al menos. Le
preguntaría, si el grito se dejara individualizar, por qué lo ha expulsado del
lugar donde estaba hace menos de un cuarto de hora. Y mientras se le ocurre esto
aumenta la rabia, porque Enzatti, sentado en el baldío oscuro, en el silencio
cargado de olor a basura, a óxido y a cicuta, se da cuenta de que el grito lo
tiene maniatado.
Una luz se enciende y en seguida se apaga en el segundo o
tercer piso del edificio que hay enfrente del baldío. Es un edificio alto, el
único de la manzana, deshabitado en gran parte, flanqueado de talleres y depósitos.
Lo rodea el cielo opaco, amplias nubes de felpa. Enzatti espera. Se dice, se
atreve a decirse, que esto que le está pasando es demencial, en cierto modo
vergonzoso: adjudicarle a un grito alma e intenciones, convertirlo en señal,
esa historia de los armónicos, flor de ridiculez.
Titila una luciérnaga. Enzatti fuma, y la quietud de la noche
recibe las exhalaciones. No tarda en aplastar el cigarrillo contra un cascote.
Pero nada garantiza que lo ridículo sea falso, ni siquiera
inverosímil. Justamente porque no se puede explicar, lo ridículo es
inobjetable. Ahí está él esperando que alguien vuelva a gritar. Lo ridículo
está siempre acechando en las impecables interpretaciones que cada cual hace de
su actividad, sus planes, su trayectoria, y también en las versiones que
da del funcionamiento del mundo. Lo ridículo es amoral, pero no taimado como
las explicaciones. Y la verdad es que Enzatti tiene la cabeza atestada de
sonidos, que le cuesta tragar saliva, que está sentado entre escombros, en una
madrugada sin luna, nervioso y triste como si hubiera visto una navaja abriendo
la pulpa de la noche y descubierto, cuando esperaba ver gotas, que la supuesta
pulpa era sólo una tela y más allá del tajo no se veía nada, cuando mucho
una pared vacía, como si la noche fuera un cuadro. La verdad es que, en ese
cuadro, Enzatti oyó un grito, poco importa si en sueños o no, y que el grito
no ha dejado de hacer un trabajo, despertar sonidos que son momentos, exhumar
recuerdos, y por eso está obligado, sometido a esperar que suene de nuevo. Si
el grito volviera a hacerse oír, piensa Enzatti, le arrancaría del cráneo un
sonido terminante: una reminiscencia. Ese grito de mierda, ese alarido
que lo expulsó del centro de la noche. Y qué importaba que la noche fuera un
cuadro, si también era plácida.
Exhumar, la palabra exhumar, tiene una brutal fuerza
alegórica. De golpe Enzatti se imagina el grito con una pala en la mano, la
pala de remover tierra pedregosa. Lo ve entre las sombras del baldío, o se lo
figura, entre ladrillos y abrojos. Y entonces, mientras en su cabeza arrecia el
clamor, mientras el eco del grito, lerdo, súbitamente renovado, pone a temblar
la corroída consistencia del barrio, Enzatti termina de despertarse y reconoce,
sin gestos ni escalofríos finalmente reconoce, que el grito es un llamado del
olvido, la señal que todo lo negado lanza con partes de su materia antes de
enmudecer y pudrirse. Un día, comprende Enzatti, en vez de sonidos habrá
hedores. Por eso el grito maltrata, por eso llama y quiere persistir.
Enzatti se rasca las rodillas. Se las rasca demasiado, hasta
que las uñas quedan sucias de pelusa de los pantalones. No está seguro de
merecer este maltrato pero, como tampoco puede impugnarlo, como sabe que el
maltrato ocurre simplemente, que lo olvidado quiso volver y el grito no pudo
contenerse, procura decidir que el grito no es sólo una advertencia. Y puede
que no se esté engañando: junto con huellas de lo que cualquiera llamaría
infame, con lo repulsivo y lo simplemente inquietante, con lo amorfo y lo
malformado y lo débil, el grito exhuma otras marcas, los armónicos del
grito levantan del erial del cráneo ciertos momentos, incalificables,
inmorales, no malos, mejor dicho, amorales: momentos desprendidos del tiempo,
apuntes de una disolución saludable. Aunque ninguna palabra contenga ese
sentimiento, o él esté demasiado nervioso para encontrarla, Enzatti sabe de qué
se habla a sí mismo, y el grito le sigue vibrando entre las sienes.
Sin embargo ahora advierte que no está tan nervioso.
29 años
Era invierno, una noche del período más recóndito del invierno, y
probablemente una fiesta religiosa o patria pegada a un fin de semana, porque la
ciudad adonde Enzatti iba a visitar a Anabel estaba medio vacía, despejada de
urgencias más bien; y como esa tarde había llovido mucho, bajo el aire
renovado los edificios, las fuentes tenían un espesor cercano, una inmediatez
casi ofensiva, como si esperasen que los azorados transeúntes les pidieran
permiso para pasar. Y justamente eso fue lo que Enzatti le dijo a Anabel, no
tanto novia suya como amante continua: "Tendríamos que pedir
permiso", le dijo. "¿A quién?", dijo ella (y no ¿Para qué?).
"Al aire o a los edificios, para pasar. Es como si sobráramos."
Anabel, que caminaba aspirando ampulosamente el aire helado, contestó que no,
al contrario: a ella le parecía que esa noche todo la albergaba fácilmente,
casi como si no estuviera en la calle ni en ningún lugar, como si no tuviera
espesor ni consistencia. De pronto, entonces, al oírla, Enzatti giró la
cabeza; y aunque desde hacía varios minutos llevaba a Anabel del hombro, aunque
había estado sintiendo el hombro laxo de Anabel a través de la ropa de
invierno y con el hombro la contundencia del cuerpo entero, el torso al menos,
en ese momento no la vio. Lo único que vio, curvo en la luz de mercurio,
horizontal en la transparencia de la noche, fue su propio brazo solo; y si no lo
dejó caer fue porque, aunque no lo viera con los ojos, en la mano seguía
sintiendo el hombro de Anabel. Cada vez menos, no obstante, o con más dudas. Y
no era sólo por el frío, que insensibilizaba el tacto. Tampoco porque se
acordara de que un año y medio atrás, la noche que había conocido a Anabel,
cenando con el jefe de zona de la empresa que los empleaba a los dos, la había
considerado un poco lenta de reacciones, un poco vulgar y un poco reiterativa,
tres objeciones que olvidaría antes aún de empezar a quererla, y por lo tanto
mucho antes de empezar a tener miedo de perderla cada vez que, terminados los
fines de semana, alguno de los dos tenía que volver a su ciudad. Y tampoco por
una trampa del asombro, como si Enzatti sólo pudiera esperar que Anabel
concordara con él o disintiera ferozmente, y no que de vez en cuando inventara
una opción, como quien mira a los costados y alza el vuelo. No. Era, y en ese
momento Anabel volvió a materializarse junto a Enzatti, que la vigilaba de
soslayo, por la certeza de que cuando llevaba a Anabel del hombro, distraídamente,
sabía menos que nunca de qué estaba hecha esa mujer, en qué consistía ser
Anabel, qué tipo de labores físicas y mentales demandaba, cuántas operaciones
de atención, composición, coordinación, dominio, y relevo. El frío le
mordisqueó los dedos, que se hundieron en la franela del gabán de Anabel y
reconocieron penosamente el hombro. Enzatti quiso sentir, pero no podía por
culpa de la ropa, el cosquilleo del pelo de ella en el hueco del codo. ¿Qué
pasaba si, absurdamente, alguien que había tenido una idea de otra persona la
perdía de repente? ¿Qué pasaba si la gordura o el acolchado del pensamiento,
que se multiplicaba con una autonomía vertiginosa, lo alejaba del conocimiento
del otro, de la otra? Muy plausiblemente la otra desaparecía para ese alguien.
Estaba, claro, la posibilidad de conversar, algo que Enzatti y Anabel hacían
casi siempre que no se estaban tocando; variar las preguntas hasta que alguna le
diera a ella la chance de mostrarse de verdad y a él, por así decir, la de
asimilarla; o viceversa. Pero aún entonces algo de sustancia, algo de sustancia
iba a quedar relegado, porque ya sabía Enzatti lo precariamente que las
personas se acoplaban a sus historias, qué inacabable era el proceso de
remiendos y adiciones, tanto que todo el mundo se daba por vencido, aceptaba
finalmente la inexactitud, y bien era posible que en esa pizca de sustancia
faltante estuviera la quintaesencia de Anabel. El ser, incluido en el de ser un
mechón de pelo color cerveza, la nariz curva y elegante como el asa de una
tacita, la clavícula, los humores, los sismos del corazón y los sentimientos
que el arte le adjudicaba al corazón, todo eso, en realidad, ¿dónde se
afincaba? ¿En ciertas neuronas, en distritos cerebrales? Sin duda no en la
materia, aunque existiera por alla, sino tal vez en la mente, algo tan
impalpable. Los sentimientos: vida psíquica, espíritu. ¿Dónde estaba Anabel,
la que indudablemente olía a mujer, lastimaba con uñas o insultos, la que
apretaba o se ausentaba?
Enzatti estornudó. "Un ruido de nariz", dijo
entonces alguien que no era la Anabel de diez minutes atrás, y lo dijo como si
hubiera estado oyendo el pensamiento de Enzatti, "un ruido de nariz no
alcanza para que un cuerpo esté presente. Un estornudo es apenas un síntoma,
¿no? Una cosa demasiado poco expresiva." Enzatti se sobresaltó; de haber
esperado algo, habría esperado que Anabel dijera: Qué lejano te siento,
o quizá simplemente ¡Changós!, como decían en su ciudad cuando
alguien estornudaba. Casi en seguida le entraron ganas de llorar. Se dio cuenta
de que en la vida le iba a ser muy difícil llevar del hombro a otra mujer como
Anabel. Por eso, por nostalgia anticipada, dijo: "De acuerdo, pero te juro
que a medida que pase el tiempo me vas a conocer major." Les quedaba una
cuadra, porque iban al cine; y faltaban diez minutes para la sesión. En la
calle deshabitada, en el aire lácteo y crujiente, Anabel suspiró sonriendo y,
mientras él volvía a perderla de vista, acarició con una fuerza rigurosa la
mano que la agarraba del hombro: la mano de Enzatti. Era una buena oportunidad
para besarla, sobre todo en la boca, fría seguramente en las orillas,
irreconocible en los adentros, y con los ojos entornados espiar cómo reaparecía
o aseguraba que en ningún momento había dejado de ester. Pero Enzatti no la
besó, no en la calle, porque le molestaba la bufanda y desde la mañana se había
estado quejando de tener tortícolis. La besó más tarde en el cine, con los
ojos cerrados, llenos del brillo ofuscador de la pantalla.
42 años
Sentado en el tronco del jacarandá, sintiendo la corteza en las nalgas, el
pantalón viscoso y arrugado con la humedad de la noche, Enzatti especula.
Supongamos que estuviera al lado de una laguna, que sin haberse dormido tuviera
sin embargo los ojos cerrados; que persuadido por la levedad del aire, por que
sería verano y la hora de siesta, dejara caer la mano, la hundiera en el agua;
y que la balanceara, abierta, indiferente, nada más de sentir la resistencia,
la frescura; y que sin motivo importante, por las puras ganas mover los músculos,
de golpe decidiera cerrarla, o que la mano se cerrara por decisión propia,
despacio; y que cuando el movimiento fuera a completarse no lo consiguiera, que
la palma no pudiera encontrarse con las uñas; porque en la mano, cerrada pero
no del todo, había aparecido algo; que de pronto, sin habérselo propuesto, la
mano apretara, resbaladiza y palpitante, una trucha. Entonces, en un momento así,
piensa Enzatti y le parece sentir la trucha en la mano, él sería la mano y la
trucha y el estanque, el aire y la hora de la siesta, y el verano y el bronco
del árbol en donde estuviera apoyado, y la hoja más alto de ese árbol y el
sol reflejado en el dorso de la hoja, y los colores de todo.
En los armónicos del grito que expulsó a Enzatti del centro
de la noche también cabe la visión de un momento así. También un momento así
sería inexplicable, rídiculo, y no por eso lúgubre como esta noche.
Esta idea parece detener por un instante el alud de recuerdos
que amenaza caerle encima. No mitiga la angustia de Enzatti, pero la vuelve
tolerable.
Lo que zumba en el cráneo de Enzatti y lo conmueve, y lo
debilita, no es solamente lo olvidado que regresa. Es lo desconocido.
Enzatti se siente frágil y más frágil aún le parece la
noche, de modo que responsablemente evita moverse. La inmovilidad se expande;
engloba la intemperie, recubre los yuyos, los edificios, las baldosas rotas, los
coches como saurios dormidos en la no lejana penumbra de un garaje, en una
suerte de fijeza cristalina; y cuando todo parece alcanzar el clímax de la
quietud, cuando todo en la noche parece inverosímilmente real, a su manera
eterno, eso que reparte la quietud da un paso atrás, el nudo de la persistencia
se desata y a los ojos de Enzatti las cosas empiezan a deshacerse. No es, claro,
que se derrumben; pero se estremecen, como vuelven a vibrar ahora los armónicos
del grito en el cráneo de Enzatti, y la humedad les resta solidez. Lanas de un
malva oscuro borronean la mole del edificio de enfrente. Donde hasta hace un
rato había un semáforo se ve un hinchado nimbo verde, luego un guiño dorado,
después nada. ¿Será posible que el barrio se esté cubriendo de niebla, se
pregunta Enzatti, o es lo olvidado que vuelve en mortaja de humo?
Del farol que en la esquina cuelga sobre el pavimento, en una
encrucijada de cables invisibles, se derrama una agónica claridad de magnesia.
Se balancea solo el farol, porque no hay viento, como para esquivar unos flecos
de niebla negroide. Cualquier cosa que pueda oírse, grillo o ambulancia,
Enzatti la tiene vedada, no sólo porque el eco del grito le sigue atareando la
cabeza sino, sobre todo, porque está absorto en la espera. Ve cosas
determinadas, sin embargo, y lo que ve ahora es, a unos treinta metros, donde el
muro incrustado de vidrios que limita el baldío se interrumpe en la acera, un
pliegue en las ondas malvas de la niebla. El pliegue se acorta y se ensancha, se
redondea, se entumece e irrita como una herida mal cosida y, rezumando una
rebaba blanquecina, revienta para crear una silueta roja.
Es una mujer. Lleva una especie de batón, o un arruinado
vestido de noche de un bermellón sucio, algo gravoso para el color que hace, y
en la cara una dureza atónita, como si acabara de atacarla alguien que a la
primera resistencia se hubiera desvanecido. Colgado del hombro izquierdo, un
bolso de lona le agobia el cuerpo; en la mano derecha lleva un palo.
No mucho más se ve de la mujer en la oscuridad del baldío, ahora que bordea el
muro, corta la niebla y se interna en la cizaña. A Enzatti no lo ve o quiere
ignorarlo, aunque más bien parece que no lo ve, y es comprensible, porque entre
ese muro y el jacarandá caído media toda la extensión del baldío, que no es
poca. La mujer tropieza con algo, se tambalea, el vestido se le engancha en un
cardo, ella aparta las ramas con el palo. Casi borrada ahora por las matas y los
vahos, se agacha junta a los restos de un pilar de mampostería. Después de
estar un rato trabajando, metiendo cosas en el bolso, resopla o se queja, hasta
que penosamente vuelve a incorporarse. Cuando la cara surge entre las matas,
parafina mojada, los labios se estiran un poco, y al mismo tiempo los pómulos
se hinchan como si la mujer fuese una medalla que quiere cobrar espesor.
Enzatti piensa que la mujer necesita soltar un sonido y no
puede; lo nota en la mueca, en el fastidio con que blande el palo, como si
estuviera furiosa o decepcionada. Y al mismo tiempo se da cuenta de que en ningún
momento se ha preguntado, él, si la voz que lo sacó de la coma era de hombre o
de mujer. No lo sabe, pero no se lo ha preguntado; y ahora quiere recuperar la
memoria del grito y no puede.
Pegada al muro, bufando bajo el nuevo peso del bolso, la mujer
vuelve hacia la acera. Súbitamente convencido de que fue ella quien gritó,
Enzatti decide despegarse del jacarandá. Mientras se levanta, desesperado por
alcanzar a la mujer, tiene una conciencia abundante del movimiento, de su propio
progreso lento, como si estuviera hundido en gelatina. No dura mucho esta
torpeza, aunque lo suficiente como para que la mujer le saque una buena ventaja;
y con la distancia aumenta la ansiedad de Enzatti.
36 años
Media tarde. En una calle de aceras anchas, de baldosas partidas por las raíces
de árboles viejos, apoyado en un pasto solitario Enzatti esperaba un ómnibus
bajo una llovizna pesada, rumorosa, opaca como limaduras de hierro. Venía de
vender una partida de los vestidos de mujer que fabricaba, en otro barrio lo
esperaba otro cliente, y quizá no estuviera pero se sentía muy apretado de
tiempo. Le molestaba, además, que no se le ofreciera a la vista nada
interesante, y además Enzatti no era de los que veían con facilidad. Pero
entonces vio algo. En la misma acera donde estaba parado, al volver la cabeza,
vio, bajo la luz verdegrís, una escalera de aluminio apoyada en la pared de un
balcón clausurado por peligro de derrumbe. La información la daba un
cartel colgado de un balaustre del balcón: Peligro de derrumbe, decía; pero
esa elocuencia tajante no alcanzaba a atenuar la ridiculez de la escalera, la
soledad, la aflicción que de pronto dejó a Enzatti casi sin resuello. El ómnibus
no llegaba. La llovizna se iba acumulando, al parecer, en los peldaños de la
escalera, y aglutinada se precipitaba en gotas gruesas cuyo destino Enzatti no
alcanzaba a ver, porque el pretil del balcón se lo impedía. La eme de derrumbe
estaba descascarada, y Enzatti, incontenible, se preguntó qué sentido tenía
eso, el balcón en peligro, la escalera abandonada, y se lo preguntó porque no
habría podido tolerar que la aflicción que sentía fuese gratuita. A pesar de
todo había, como un campo magnético, una calma apabullante alrededor de la
parada, y alrededor de él; aunque quizá fueran la escalera y el rumor metálico
de la llovizna lo que exigía un sentido para el momento. En la vereda de
enfrente, sobre la marquesina de una farmacia, un reloj digital marcaba las
dieciséis y veintitrés. Enzatti se concentró, muscularmente inclusive, en los
números formados de puntitos de color púrpura. Cuando el último dígito cambió
de tres a cuatro, en un paroxismo de discreción, los músculos del cuello le
dijeron a Enzatti que, si se giraba a mirar la escalera de aluminio del balcón
abandonado, iba a tener una revelación. De modo que Enzatti se giró, y la
tuvo. La revelación era que todo seguía desaforadamente igual, como si en el
salto del tres al cuatro en el reloj digital se hubiese concentrado la
indiferencia entera de la eternidad. Los vetustos árboles de la calle se
agitaron un poco, quizá por el viento, y Enzatti olió mezclados hedores de
fragua y de quinina. El cuerpo se le expandió, dispuesto a enfrentarse con el
ómnibus que ya se acercaba. En lajactanciosa inmovilidad de la tarde, el ómnibus
representaba por fin el consuelo de una dirección, el ómnibus era el sentido,
algo que transportaba, aunque a lo mejor a otro punto del reposo o la
tristeza. Pero Enzatti no lo recibió con alivio, no entró con toda la decisión
necesaria en la lógica de los cambios e intercambios, pagarle al conductor,
recibir el boleto o empujar un poco. Enzatti pensó que la escalera de aluminio
le había ofrecido cierta intimidad con lo inalterable, lo porfiado, lo que no
significaba nada. Dos días después, meditando todavía, se atrevió a escribir
un poema humorístico:
Adiós,
momento.
Me gustaste porque eras lento y, cuando ya
[te alejabas,
con sólo mover la cabeza pude verte un
[poco más.
Ahora que cavilo,
me acuerdo de que eras rubio, escarpado, con una como
leve pelusa exterior
y un poderoso aire de lamelibranquio. Lo que no sé
bien
es qué llevabas adentro.
"Me cuesta creer que sea tuyo", le dijo su amigo Bránegas
cuando Enzatti le enseñó el poema. Se sabía que Bránegas no era indiferente
a la lírica, por mucho que prefiriese las novelas, y que si la eludía era
sobre todo por envidia. Enzatti sintió una tentación mayúscula: decirle que
efectivamente el poema no era suyo sino un don otorgado por el momento aquél;
que en cierto modo el poema se había escrito solo. Era lo que pensaba, además.
Pero en vez de eso le agradeció a Bránegas el comentario, porque lo
consideraba un elogio, y guardó el poema en una carpeta esperando volver a
encontrarlo en el futuro, de tarde en tarde, como una anomalía persistente,
irremediable.
42 años
Tropezando él también con ladrillos, con botellas, Enzatti sale a la acera
detrás de la mujer. A unos treinta metros el vestido bermellón se hunde en la
bruma como una amapola en los vapores de un cráter, leve, final, envuelto en
burbujeos, decidido a llevarse el grito que Enzatti necesita interrogar porque
guarda recuerdos suyos, revelaciones. Y Enzatti, pesado de somnoliencia, intenta
apurar el paso como si tratar con esa mujer, ayudarla si cabe pero sobre todo
preguntarle por qué gritó, pedirle que grite de nuevo, fuera el único deber
decisivo que ha tenido en muchos años. Uno detrás del otro, distanciados,
cruzan los dos la calle. El hecho de que la mujer haya empezado a usar el palo
como bastón no la vuelve más lenta; al contrario. Enzatti llega al garaje de
la otra acera cuando ella ya lo dejó muy atrás.
Y en eso se vuelve a oír el grito. El grito que casi una hora
atrás lo arrancó del centro de la noche.
Enzatti se para en seco ante la entrada del garaje.
Como la botella de champán contra el casco del paquebote, el
grito se hace añicos para que la masa de la noche resbale cansinamente hacia la
realidad. Y aunque no deje de haber muchos ecos en el cráneo de Enzatti, los
ahoga la inmediatez casi cínica que cobran las baldosas, las manchas de gasoil
en el peldaño de de la entrada del garaje, el olor del gasoil, la bruma que
empieza a disiparse entre los plátanos, y claro, el grito que ahora insiste. Un
grito de hombre, imperioso y expectante. Viene del fondo del garaje.
Ahora hay que vérselas con la reacción. El grito es de hombre; está al
alcance de la mano, por así decir, en un punto de una oscuridad con forma y
accidentes; es un llamado concreto; se repite como si hubiera detectado la
presencia de Enzatti. El vestido bermellón de la mujer del bolso no se ha
perdido de vista, porque la niebla sigue disipándose, pero está muy lejos y no
puede importar más que un pañuelo encontrado en un zanjón. La noche se
estanca; antes que un sistema, parece una clara papilla. Y mientras en el cráneo
de Enzatti los armónicos revolotean, frenéticos, resollantes, cada uno
acoplado a un recuerdo que quiere reivindicarse, a frágiles abalorios de
tiempo, sobre el conjunto cae un estupor embarazoso que le es ajeno, cierto, que
los sonidos combaten, pero que de todos modos los infecta de frustración.
Ese grito que ahora le llega a Enzatti y sólo a él tiene un
sentido demasiado preciso. Tan imposible es dudar como apartar el grito de las
jerarquías del mundo, acá un pedido, allá una advertencia, o seguir pensando
que era un mensaje de lo profundo, lo cenagoso y caótico, lo descomunal.
Y sin embargo es raro que el grito no se repita periódicamente y que la agitación
de los armónicos en la cabeza de Enzatti, su ajetreo subversivo, vaya del
arrebato a la indolencia, funcione por arrebatos. El grito, y lo que el grito
despierta, es imprevisible. Es un grito humano real, no imaginado, al fin y al
cabo, y Enzatti comprende que por eso no puede introducir una claridad complete.
Si lo ha llamado, si lo ha expulsado del centro de la noche, no es para
instalarlo en la claridad sino para presentarle diversas formas del enigma. De
modo que Enzatti presta atención; y el grito resuena dentro y fuera de su cráneo,
a la vez como un pistoletazo de partida y como un gong de culminación, y dice:
Soy la noche, soy lo indiferenciado, puedo servirme de todas las voces y para mí
cualquier voz es lo mismo. La noche es la madre de los gritos.
Un gato. Un gato marrón se frota contra la sudada pernera
derecha del pantalón de Enzatti, bastante erizado, como si dijera "a ver
si callamos ese grito". El evidente maullido no se oye. Y Enzatti entra en
el garaje. El gato prefiere quedarse en la calle.
Adentro el desorden lo confunde un poco. Choca con una moto
sin ruedas que se tambalea en su caballete, roza con la cadera el guardabarros
de algo que, ignora por qué, mentalmente llama sedán. En general hay
camiones, es un garaje grande y atestado, hay autobuses, rampas oblicuas,
mientras las pupilas de Enzatti se acostumbran a lo que no es oscuridad sino
penumbra, que se cruzan con otras rampas, la sugerencia de niveles inacabables,
chatarra y Piranesi. Fugazmente Enzatti se pregunta por el valor de los colores
en la tiniebla, pero aunque intenta reconocer los verdes metalizados, los
grandes lamparones de herrumbre en carrocerías viejas, el grito le impide
detenerse. Tal vez Enzatti, en realidad, quiera volver a la crisis febril de su
cráneo, incluso al dulzor de la angustia.
No puede. El grito lo dirige. Se define, además: voz robusta
de barítono, algo lijada no por el tabaco sino por el uso excesivo, atisbos de
nerviosismo crónico controlado por la maroma de los años.
Al fondo, por fin al fondo del garaje, hay un compartimiento
que debe servir de oficina, con tres tabiques de vidrio y aglomerado contra una
pared de ladrillos. A la izquierda, un destartalado camión Reo parece que va a
derrumbarse sobre una fosa de engrase. Enzatti tiene enfrente un pasillo que,
por la luminosidad que se divisa al fondo, debe llevar a un patio. Pero el suelo
está abierto, como por un derrumbe, y para seguir adelante hay que pasar por un
puente de unos cuatro metros hecho con tablones. Los tablones están muy
descentrados, uno ha caído en el agujero. Escéptico, Enzatti apoya un pie en
el más fiable, que se ladea; y está tratando de afirmarse cuando una voz, la
misma de toda la noche pero serena ya, cercana y fatigada, le dice que no hace
falta que cruce. Es acá, dice. Estoy acá abajo.
La tarea de ayudar al hombre a salir es tan ardua como poco noble. Prueban con
un tablón apoyado contra el borde del agujero, con una silla, un cajón y la
mano de Enzatti, pero el hombre es gordo, probablemente está anquilosado, y
encima es aprensivo. Al fin Enzatti encuentra una soga, siempre hay una soga, la
ata al paragolpes de una furgoneta, arrastra y el hombre, agarrado a la otra
punta, emerge, inexpresivo como un jabalí muerto en una trampa.
23 años
Era una mañana de otoño, porque había hojas mojadas en las baldosas del
pueblo, y había dejado de llover cuando Enzatti entró al banco con el paraguas
cerrado en la mano. Mientras hacía cola para cobrar el cheque redujo el
paraguas y lo estuvo apretando como si fuera una porra, asombrado de sí mismo,
antes de meterlo en el maletín, entre el diario y los folletos del laboratorio
y las muestras gratis de visitador médico, asombrado de que la mano necesitara
apretar algo arrojadizo o contundente, algo que consumara una descarga. Y fue
porque estaba enfrascado en el asombro que no vio cómo el tipo ése entraba,
bufando, desorbitado, y llevándose por delante a una mujer con bolsas de
mercado, a un pelirrojo de impermeable, se colaba en la fila a codazos. Además
del mostrador y la ventanilla, entre el cajero y el tipo había una enfermera
que acababa de recibir su dinero, contándolo, y dos clientes más entre el tipo
y Enzatti, que ahora por fin se despertaba. El director de la sucursal hablaba
por teléfono en un escritorio. El tipo raro empujó a la enfermera,
desinteresado de los billetes que la chica había guardado en el bolso, y de una
riñonera sacó un Strom 47, ese revólver extravagante y no la escopeta que tenía
metida en el cinto, bajo el gabán azul mojado, y que Enzatti acabó por ver
claramente cuando el tipo, con un giro experto, abarcó a todos los clientes con
el caño brillante antes de darle varias órdenes al cajero. Con la escopeta,
cada vez más intimidador, rompió el cristal de la ventanilla. Se hizo abrir la
puertita, apiñó a los clientes del otro lado del mostrador, cortó los cables,
puso al cajero y al director contra la pared para explicarles cómo quería
recibir el dinero, pero sólo después de disparar a los pies del pelirrojo les
gritó a los demás que se tiraran al suelo; era admirable la desenvoltura que
tenía y pavoroso cómo le temblaba la mano que empuñaba el Strom. La escopeta
la usaba para golpear, aunque si algo persuadía era la voz: neutra y temeraria,
no rencorosa sino sólida y natural y múltiple como una granizada, y al mismo
tiempo un poco triste. Enzatti iba a recordar esa voz, el medio tono nunca
truculento, como un poder más que nada organizativo. Menos de tres minutos habían
pasado y ese tipo estrábico y felino, con las comisuras blancas de saliva seca,
había impuesto su cálculo a siete personas, optimizando la violencia, y sin
ocultamientos ni exhibiciones estaba por recibir todo el dinero que hubiera en
la sucursal. Pero como entonces llegó uno de los patrulleros del pueblo, y el
policía que iba a entrar al banco vio el cristal de la puerta agrietado de
golpe por un disparo, al rato había un cordón de cinco agentes en la vereda,
sirenas ululando y un jeep del ejército. Entretanto se habían cruzado gritos.
El tipo había avisado que los dos empleados y los cinco clientes eran rehenes.
El director, convertido en mensajero, transportaba increíbles términos de
negociación. El pelirrojo del impermeable, por neurasténico, se había ganado
un par de bofetadas. Pasaron tres horas. Ni una mujer que en ese lapso se
hubiera enamorado locamente de él, tanto como para perder varias nociones de
realidad, habría creído que el tipo iba a poder escaparse. De haber existido
alguien que lo esperara en un coche, seguramente se habría hecho humo. Y que él
mismo olisqueaba la derrota se notó en las confesiones que decidió hacer,
mientras todos comían unos tomates repartidos por la mujer de las bolsas de
mercado. Enzatti sólo iba a recordar lo sustancial de esas confesiones: la
experiencia del tipo en uno de los adversos ejércitos de liberación que habían
controlado varias zonas del país durante varios años, y la exasperante búsqueda
de trabajo después de que los dos ejércitos hubieran entregado las armas al
gobierno democrático. Una búsqueda inútil para alguien que, de tanto hacer la
guerra para instaurar la democracia, no había podido aprender ningún oficio.
Fue cuando contaba una parte tenebrosa de esa historia, un tramo que Enzatti
olvidaría quizá porque era menos llamativo, cuando el tipo pisó un pedazo de
tomate que él mismo había tirado al suelo. Mientras caía soltó el Strom 47.
El disparo que se escapó del revólver le arrancó al gabán azul un pedazo de
hombrera. El tipo intentaba incorporarse para empuñar bien la escopeta, y el
revólver giraba en las baldosas. De los siete rehenes Enzatti no era el que
estaba más cerca, pero de todos modos estaba a menos de tres metros y aún tenía
el maletín en la mano. Lo levantó, lo revoleó y se lo asestó al tipo en el
hombro con una fuerza que, curiosamente, siempre pensaría que le había dado el
desasosiego. Otro rehén pateó el revólver, y otro la escopeta que el tipo había
soltado. Pero la pregunta que Enzatti iba a volver a hacerse no sería nunca cómo
se había atrevido a dar ese golpe, sino por qué inmediatamente, cuando el tipo
ya se había derrumbado y alguien lo estaba apuntando con el revólver, él,
Enzatti, había vuelto a pegarle con el maletín, ahora en la cabeza, con la
misma fuerza. En realidad, la parte del maletín que esta vez había dado en la
cabeza del tipo había sido el canto, y sobre todo una de las rinconeras metálicas.
Cuando se lo llevaban al tipo, menos de un par de minutos después, había
tenido tiempo de ver el pegote de sangre y pelo sucio en la coronilla, quizá un
poco más abajo. A Enzatti le costó tan poco descubrir por qué había dado el
segundo golpe, que por mucho tiempo se tuvo miedo y repugnancia; menos fácil,
sin embargo, era explicarle la razón a los demás. No sólo porque Enzatti no
era elocuente, sino porque los demás querían la anécdota, no su interpretación.
Y hasta de la anécdota se cansaron con el tiempo, por mucho que a Enzatti le
costara sobrellevarla y quisiera discutirla cada vez que podía; porque la
realidad estaba llena de hechos macabros. La realidad era una noticia macabra en
sí misma, había miles de niños viviendo en cloacas, nuevas enfermedades, a
todo el mundo le habían acercado alguna vez una navaja a las costillas, y hasta
el mismo Enzatti tuvo que aceptar que una gran diversidad de horrores virtuales
era más soportable que la pregunta por un solo horror repetida hasta el tedio.
42 años
El hombre que Enzatti oyó gritar y ha ayudado a salir del agujero es musculoso,
cincuentón, con el cuello un poco abultado por el bocio y una calva discreta.
Resopla, no porque esté cansado, sino porque no encuentra razón o blanco para
la amargura.
Un rato después, mientras fuman en la penumbra sentados en
cajones, Enzatti debe reconocer que el hombre es aburrido, tirando a dogmático,
pero afable. Habla, el hombre, de que cuando se está en la situación en que él
estuvo hasta hace un rato, siempre se sabe que a la mañana siguiente, a más
tardar, la cosa va a solucionarse; pero que de todos modos cuesta mucho esperar.
Comenta, y lo comenta como si se hubiera caído muchas veces en el agujero, como
si lo practicara para acostumbrarse, que ahí abajo uno piensa en lo mucho que
se preocuparía la familia si supiera lo que pasa.
Primero uno grita, dice el hombre. Pero en seguida empieza a
no saber si tiene o no que gritar. Porque es de noche, y la gente está
durmiendo, y total a la mañana lo van a rescatar, eso se cae de maduro. Pero
después uno se pone nervioso y vuelve a gritar. Lo que a él le impidió gritar
demasiadas veces fue darse cuenta de que no se había roto nada físico.
Y aclara que si no se rompió nada, ninguna costilla, es
porque en otro tiempo fue luchador. Era especialista en lucha grecorromana. Es
evidente que un luchador tiene que ser perito en caídas. Y además él no sólo
hizo lucha grecorromana; durante unos años viajó con una troupe de cachascán,
maquillándose de japonés y haciéndose pasar por campeón de sumo.
Enzatti piensa que no es él el único que esa noche sintió el regreso de lo
olvidado. Aunque probablemente el hombre nunca haya olvidado lo que le está
contando.
Según el hombre, lo más de la situación en que estuvo era
que, en algunos momentos, no sabía si se quedaba callado por no despertar a los
que estaban durmiendo, porque sabía que nadie iba a oírlo, o porque temía que
nadie fuera a sacarlo aunque lo oyese. De a ratos, además, prefería estar
callado porque el grito retumbaba entre los coches y volvía planeando hacia él,
como si quisiese aplastarlo.
De todos modos, le dice a Enzatti, se lo agradezco mucho.
Fuman.
No queda mucho que hacer. Además Enzatti quiere irse porque
la voz del hombre, cada vez más vigorosa y formularia, se vuelve espesa en la
oscuridad del garaje, se alía con el olor a gasoil, incluso con el olor del
sudor del hombre, y aplaca los sonidos que, aunque castigados, mantienen la
insurrección en su cráneo.
Se despiden. El hombre, que es el sereno del garaje, da alguna
explicación más mientras, en vez de acompañarlo hasta la entrada, se mete en
la oficinita. Escapando de la solidez de esa voz, Enzatti busca rápidamente la
calle. Algunos momentos tocados por el grito afloran todavía en el barrizal de
lo negado. Sonidos díscolos chocan entre sí, confundidos.
Lo importante, piensa Enzatti mientras apura el paso por la vereda, es que la
claridad no los mate. Pero este razonamiento es artero: Enzatti sabe muy bien,
ahora que el cansancio lo ataca en las rodillas, en los codos, que lo que le ha
sucedido no es aclarable. De todos modos lo alivia que el silencio haya vuelto a
inundarse de niebla, tanta que, empieza a prevenir, le va a dar bastante trabajo
embocar la llave en la cerradura.
Un rato después está en la pieza, desnudo, ocupando su mitad
de la cama. Celina sigue durmiendo. Enzatti oye el rumor nada esquivo de la
respiración de ella, la mira en la oscuridad violácea y deja de oír. Todo
menos el recuerdo del grito, multiplicado y vibrante, como una síntesis
artificiosa de todas las noches.