REPORTAJE DE GUILLERMO SAAVEDRA

 Marcelo Cohen
Los espacios imaginarios del narrador

 

de "La curiosidad impertinente", de Guillermo Saavedra. Publicado en 1993 por Beatriz Viterbo, Rosario, Argentina. ©


 
  En un hipotético campeonato de injusticias literarias, la relativa ignorancia de la obra narrativa de Marcelo Cohen por buena parte de los lectores argentinos ocuparía uno de los primeros puestos. Cuatro novelas notables –El país de la dama eléctrica (1985), Insomnio (1986), El sitio de Kelany (1987) y El oído absoluto (1990)– y tres sabrosos libros de relatos– El instrumento más caro de la tierra (1982), El buitre en invierno (1985) y El fin de lo mismo (1992) pasaron casi inadvertidos porque la mayoría de ellos fue editada por sellos españoles de mínima distribución en la Argentina y porque este porteño nacido en 1951 dedica muy poca energía a la autopromoción. Desde 1975, Cohen vive en Barcelona, donde trabaja como asesor editorial y traductor, oficio que desempeña con infrecuente calidad. En esta charla, Cohen habla de su formación como escritor, de algunos aspectos de su obra y, a través de esos puntos, de la relación intensa y luminosa que mantiene con la literatura.
   Seguro de sí mismo sin rozar el engreimiento, afable y cauteloso, Cohen tiene el aspecto de un pájaro levemente perplejo y melancólico. Cultiva la conversación con un entusiasmo generoso, entregándose a las preguntas como quien se ocupa amablemente del azar de cada instante.
   El cronista le muestra sendos ejemplares de Lo que queda (1972) y Los pájaros también se comen (1975) –los dos primeros libros publicados por Cohen en Buenos Aires, fruto de su paso por el taller literario Mario Jorge De Lellis– y el narrador esboza una sonrisa a media camino entre la piedad y el sarcasmo: "Eso pertenece a la prehistoria", dice, sin aclarar si se refiere a la suya propia o a la de la humanidad. Se adelanta al cronista y, trastrocando los papeles, le pregunta a éste cómo definiría esos libros primerizos. Ante la fórmula «realismo social», Cohen agrega "Matizado con algo de mágico, ¿no? Claro que ese mágico estaba muy reprimido por una doble ideología. Por un lado, una ideología claramente política emanada de mi militancia en el PC argentino, con las directrices absolutamente ortodoxas y muy poco dúctiles que este partido podía inocular en un jóven. La otra vertiente es lo que yo llamaría la ideología porteñista, que es parte de una enfermedad social: la mitificación del alma y de la cotidianidad porteña, la exaltación de cierto panteón que obra como horizonte de referencia y esconde aquellos defectos, aquellas lacras que existieron siempre en esta ciudad. Esto es lo que yo tenía más a mano cuando empecé a escribir, además de una formación intelectual bastante deficitaria, que me colocaba en la actitud de un iconaclasta que ignoraba cuáles eran los ídolos a derrumbar".
   Cohen dice que lo salvaron algunos "buenos amigos poetas" y el cronista agrega, para evitar que aquél siga maltratando sus inicios literarios, que también estaba su intuición de escritor, bastante evidente ya en esos primeros libros. Sin orgullo ni falsa modestia, Cohen acepta el elogio y admite también que en esos años –fines de los '60– era difícil sustraerse a la exigencia de un compromiso social que derivaba, entre otras cosas, "de un Sartre mal leído". Cualquiera que lea –sin mala fe ni afán perdonavidas– relatos como «La Gran Casa de la calle Andonaegui» o «El porvenir es más duro que el granito», podrá advertir en esos cuentos de Los pájaros también se comen la intención de definir un personaje de escritor que se resiste a confundirse en la corriente general de los hechos y las opiniones cristalizadas. "Sí. Hay una distancia que siempre traté de preservar", afirma este hombre al que la barba parece crecerle mientras habla, "tanto en lo narrativo como en mi vida. Tal vez porque, más allá de las imposiciones de la época, de los condicionantes sociales y familiares, siempre creí en la literatura como un destino. Y a partir de esa certeza, tuve la precaución de garantizarle a ese destino ciertas condiciones mínimas para que pudiera manifestarse".
   Rescatado aquello que ya contenía su propia prehistoria, Cohen vuelve a la idea del atajo que, en ese entonces, fue la poesía: "Claro, uno puede tragarse con cierta docilidad malas novelas o cuentos, pero no se puede leer mala poesía. De modo que, a través de algunos amigos, accedí a los grandes poetas: Pessoa, Montale, Ungaretti, Pound y muchos otros que publicaba por entonces la editorial Fabril. Leí mucho, también, a Vallejo. Y justamente poetas como Vallejo o Pessoa son gente que te pone, por caminos distintos, frente al hecho de que un escritor es un impostor, alguien que asume una máscara que no es otra cosa que una escritura; y que ello no impide –más bien favarece– posibilidad de hablar de cualquier cosa".
   Cohen agrega que fueron los poetas franceses modernos –de Baudelaire a los surrealistas– quienes lo pusieron en guardia frente a los dobleces del lenguaje y que encontró en Jarry y su belicosa escuela patafísica la llave del humor "como instrumento capaz de delatar el carácter autoritario, militarista, de la solemnidad".
   En esa iniciación también estaban, como aire de esos años, algunos narradores del boom latinoamericano: "Muchos de esos autores me interesaban poco. Pero rescato de entre esas lecturas el descubrimiento de Rulfo, los cuentos de Carlos Fuentes o un texto como El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez. Y, sobre todo, el descubrimiento de toda una literatura que estaba escondida detrás de esos autores: Faulkner y una infinidad de narradores anglosajones que fueron, desde entonces y hasta hoy, una verdadera cantera para mis reflexiones sobre el oficio".
   El joven Cohen –un muchacho de dieciocho años que desconfiaba de los estertores de cierta bohemia porteña y trataba de atender a la necesidad de convertirse en escritor– descubrió en la lengua inglesa, que ya leía con fluidez, "un idioma increíblemente rico en posibilidades de juegos, retruécanos, dobles y triples sentidos, citas implícitas, resonancias y una literatura que me permitió reflexionar sobre el sentido y la necesidad de una economía narrativa, a través de cuentistas incluso menores y sin embargo extraordinarios como Erskine Caldwell, pasando por los grandes como Flannery O'Connor o Truman Capote, entre muchos otros".
   En la obra del gran padre Faulkner, Cohen encontró la confluencia de "un hombre eminentemente norteamericano, como era Faulkner en su vida, y las dos fuentes centrales de Occidente que sostienen toda su concepción: la tragedia griega y la Biblia. Y, desde luego, la idea de la novela como problema a resolver; la novela como una forma de arte para construir la cual hay que pensar en una multitud de cuestiones específicas como el tiempo, el punto de vista, el paisaje, el perfil de los personajes, el ritmo verbal, todos interrelacionados y en cada caso particulares, distintos para cada libro.
   Esto a Faulkner le llega, según creo, por una vía indirecta, de Flaubert. Pero también lo alcanza, de un modo más directo, a través de Henry James y Conrad. Para estos escritores, como para Faulkner mismo, lo central en la novela es el problema del narrador, el punto de vista. James medita estos asuntos a partir de Flaubert y de todo lo que Flaubert suscitó en autores como Turgueniev y otros, por un lado, y a partir de una tradición inglesa que incluye a novelistas como Jane Austen. Ideas como la del foco de conciencia o aquello que algunos críticos han llamado el narratario –el personaje que es receptor de fragmentos de historias que esconden una verdad y que se encarga de reunirlos, de darles una relativa organización gracias a la cual puede apuntar hacia esa verdad para intentar desvelarla– son invenciones de Conrad a partir de las ideas de James sobre el punto de vista. Faulkner llevará este procedimiento al extremo, porque su trabajo se inscribe en un clima de dislocación de la realidad por obra de las ciencias sociales y empíricas.
   Faulkner se ocupa de la novela en un momento en que el mundo de las ideas, de los intelectuales, ya ha tomado conciencia de que lo real es algo mucho más problemático, inaprehensible y disperso que lo que piensa el positivismo. Por otro lado Faulkner –y esto es lo que hace de él un autor crucial para alguien que se inicia en la escritura–, a diferencia de sus coterráneos, se nutre de fuentes poéticas que ya no son las referencias de la poesía inglesa romántica –como en el caso de Scott Fitzgerald– sino los simbolistas más radicales como Mallarmé. A partir de esto, Faulkner incorpora la idea de que también en la novela la palabra podía ser suscitadora y dirigida a las evanescencias más que a la referencialidad. Eso que se llama la 'poesía', la 'lírica' de Faulkner creo que no es otra cosa que la voluntad de ser impreciso".

   Cohen aclara que la comprensión de estos aspectos de esa educación sentimental le llegaron más tarde y dice –la mirada hacia adentro, buscando la imagen que condense todo un pasado– que fue su viaje a España lo que terminó de definir algunas cosas: “Me quedé allá, tanto porque un poco después acá se produjo el golpe del 76, como por el hecho de que, desde ese lugar, me sentía bien reflexionando sobre mi independencia verbal. Esto se puede resumir en el hecho de poder llegar –después de muchos años, de muchas dificultades y de muchas lecturas no sólo literarias sino ensayísticas– a la idea de que la expresión, como hecho singular e incluso como praxis que de un modo extraño puede llegar a trastrocar algo en el mundo, sólo tiene sentido si esa palabra también es singular. Hay que encontrar la manera propia de decir, y en cada hombre debe ser distinta. Primero porque lo que percibe cada hombre es distinto y además, porque adhiero a algunas ideas de Wallace Stevens, en el sentido de que la única manera de renovar y refrescar el mundo es mediante la imaginación, que es lo que agrega algo a lo que ya estaba. Ese acto no sólo es un acto de creación sino de conocimiento. No se trata de unirse a la semejanza, a la eterna repetición del mismo texto, sino a la gran cadena de las posibilidades infinitas".

   ¿Se opone Cohen, desde esta perspectiva, al escepticismo en relación a esa posibilidad del lenguaje que plantea polémicamente Jacques Derrida? "No lo diría tan presuntuosamente. Sobre todo porque he leído poco a Derrida. En él está, sin duda, la idea de la tiranía de la repetición. Ahora, si bien no he leído mucho a Derrida, leí a Nietzsche, y Derrida y todos los desconstructivistas son herederos de Nietzsche por lo menos por la vía de Heidegger. Creo que la idea del eterno retorno de lo mismo es cierta. Pero, si bien cuando Heidegger habla de eso dice que el paso del acto al habla es la caída en el palabrerío, dice también que hay una zona que es inalienable, que es la zona del ser, y que el arte –aunque más no sea porque es la proyección de una sombra– es el que puede hacer que el ser cante, que el ser diga.
   Nietzsche hablaba también del sentido del humor y de las propiedades bienhechoras de la mentira. Con lo cual, volvamos a lo que comentábamos antes: el poeta como mentidor, según Pessoa. Es decir, uno no puede creer que es el transmisor de una verdad; lo que uno puede hacer es escribir de la manera más peculiarmente ligada a su visión como para que el lenguaje calcificado se resquebraje y aparezca otra cosa".

   ¿Cómo conciliar la vocación de riesgo y de invención constante en el lenguaje con los necesarios planes, previos a la escritura, de un narrador? Mientras enciende un cigarrillo rubio de una marca inconcebible, luego de arrancarle la punta y amasarlo prolijamente, Cohen responde: “Lo curioso es que la misma práctica de un lenguaje personal crea ideas, por el hecho de que el lenguaje es una materia viva. Uno tiene una visión de las cosas, un plan de trabajo previo, pero la práctica de la escritura, la búsqueda de esa expresión singular amplía, cuestiona y enriquece esa visión. De todas maneras, creo que hay que manejar ciertas ideas sobre el relato porque, aparte de todo esto, el relato –sea cuento o novela, cada uno con sus peculiaridades– es una necesidad del hombre, tanto en el caso de las ficciones paradigmáticas como los mitos, como en el caso de las ficciones literarias”.
   ¿A qué responde esa necesidad de los hombres? Cohen aclara su voz con un carraspeo ligero y responde, con la convicción de estar rozando una viaja melancolía: "Creo que una de las funciones del relato es la de dar cierto consuelo, una especie de orientación. Por eso mismo uno no puede dejar todo librado al puro lenguaje en una novela porque, si lo que quiere es narrar, crea una expectativa de consumación. También creo que hay que trabajar contra esas expectativas y contra cierto elogio de las artimañas. A mí, por lo pronto, no me interesa ser un seductor profesional. El problema consiste en narrar, en no desdeñar la fábula ni la intriga sin caer en el repertorio de trucos meramente habilidosos y, al mismo tiempo, como decías hace un rato, haciendo que la seguridad acerca de lo que se cuenta tienda a disolverse. Ahora creo que uno puede trabajar mejor en la disolución de esa seguridad en la medida en que la planificación del relato es más severa y más puntillosa. Bill Evans, quizás el pianista de jazz que más admiro, decía que desconfiaba de los easy goers –o sea, aquellos a quienes las cosas les salen con mucha facilidad–, porque a esos no se les plantean confictos y por lo tanto no avanzan demasiado. A él, que era un improvisador extraordinario y alguien con un sentido del ritmo casi insuperable, aparentemente le había costado muchísimo avanzar; y cuando le preguntaban cómo alcanzaba esa libertad en el momento de improvisar, él decia que la libertad más plena es la que se ejerce sobre una estructura. Estoy totalmente de acuerdo con eso. Un escritor no es necesariamente un psicótico, un loquito al que las cosas le salen por azar, ¿no?"
   
   Cohen –que en Insomnio logra conmover a su lector con una impecable combinación de ambigüedad en la historia y justeza en la construcción– dice que a partir de El país de la dama eléctrica y El buitre en invierno empezó a desarrollar con mayor claridad una propuesta estética para sí mismo: "Como me sentía separado de mi lenguaje, que es el lenguaje porteño, pero al mismo tiempo sentía que lo enriquecía con otros aportes, quería contar historias que tuvieran que ver con mis fuentes imaginarias privadas –que desde luego uno apenas conoce– y con un mundo de referencias que, no por ser disperso, yo veía dislocado. No estoy hablando del exilio como una situación histórica concreta, sino de un mundo en donde convivían el ordenador, los pases por fronteras, la inestabilidad y los tamales de humita. Esta situación no es sólo el resultado de una escisión entre culturas como la que sufren los exiliados; también se verifica en lugares y personas del mundo desarrollado, donde la alpargata sigue coexistiendo con el jumbo. Desde luego que en la experiencia de un transterrado la necesidad de ensamblar y acotar un espacio propio es más perentoria. De modo que decidí construirme un escenario de mi experiencia, entendiendo por ésta el producto de lo vivido, pero también de lo que se piensa, se sueña, se imagina y se siente".
   Mientras los restos del tabaco que le quita a cada cigarrillo antes de encenderlo se van acumulando sobre la mesa, Cohen admite que Faulkner y Onetti habían llamado su atención sobre esos espacios, pero aclara que los de aquellos escritores son territorios míticos y él estaba a la busca de espacios fantásticos. Una lista variopinta de autores alimentó esa necesidad. Por un lado, escritores que azuzaron su capacidad de poblar esos espacios imaginarios con una fuerza de invención propia: "Felisberto Hernández, Bruno Schulz, Raymond Quenecu, tipos muy independientes, absolutamente libertarios en su forma de crear". Pero quienes le ofrecieron la perspectiva específica para lanzarse a crear territorios virtuales fueron autores más directamente vinculados al género fantástico y a la línea más radical e imaginativa de la ciencia ficción: "El fundamental fue Ballard, sin cuya lectura nunca hubiera podido escribir Insomnio. Me encontré con la lectura de Ballard en el momento de la irrupción de la posmodernidad. Yo aceptaba la crítica que ésta hacía a algunos aspectos de la vanguardia: haberse alejado definitivamente del público al punto de volverse inaccesible y creer un poco ingenuamente en la idea de la ruptura incesante. Pese a eso, yo quería seguir sintiéndome parte de la vanguardia, en un sentido, quizás, atemperado. Rescataba, y lo sigo haciendo, un temperamento vanguardista según el cual parte de la aventura artística consiste en un ajuste permanente de los medios expresivos al horizonte de conocimiento de la época. Así como después de Einstein y de Freud no se podía seguir escribiendo la misma literatura porque la visión del mundo había cambiado, pienso que después de Foucault tampoco se podía seguir escribiendo igual que antes de él. Uno ya sabía qué era el poder, por ejemplo; entonces no tenía ningún sentido que la forma de aproximarse al amor fuera la misma, desde el punto de vista literario".
   ¿Cómo llegó Cohen a Ballard y qué fue lo que encontró en él? "Comencé a hacer traducciones para Paco Porrúa, en Minotauro de España. A través del trabajo, me fui haciendo amigo de Paco, un tipo extraordinario que ha sido mi maestro en varios sentidos. Así llegué a Ballard. Leerlo fue como si me zamarrearan de golpe y me dijeran: 'date cuenta de lo que se puede hacer hoy con la literatura fantástica'. Ballard no deja de reclamarse heredero de la gran tradición inglesa, atravesada por un sesgo moral. Porque él se ha interesado de un modo musical, digamos, en los que considera los dos grandes temas de la ciencia ficción: el espacio exterior y el futuro. Para Ballard, el futuro ya está entre nosotros, instalado en 'la perversión del imaginario cotidiano', como él lo llama".
   Para Cohen, Ballard trasciende el género "porque él es, al mismo tiempo, un escritor fantástico y un novelista del conocimiento. Lo cual lo vincula con una tradición más europea que anglosajona, aunque dudo que haya leído a Broth o a Musil. Además, Ballard es un vanguardista, alguien que ha experimentado enormemente, dando a cada libro una forma distinta, y que ha encontrado una voz narrativa muy peculiar, gracias a una distancia helada que no deja de ser absolutamente estremecedora".
   Cohen reconoce –por si hiciera falta a esta altura de la charla– que hay otros escritores europeos que le han interesado mucho, pero que en Ballard encontró “las posibilidades narrativas de los escenarios sincréticos, un modo de ocuparse del paisaje posindustrial, que siempre me había obsesionado, y la provocación intelectual, desde el punto de vista literario pero también más allá de la literatura, de algunas de sus ideas. Por ejemplo, la postulación de una realidad cuántica, que se da por fogonazos, por saltos discontinuos, como una forma de expresar nuestra percepción de las cosas. Pero la idea fundamental de Ballard, que está en sus novelas apocalípticas, es que entre el paisaje y la mente no hay distancia. Una idea que, de otra manera, está también en Wallace Stevens, cuando dice: 'Soy lo que me rodea' o 'Una mitología crea su región'. La diferencia es que esto para Stevens es motivo de felicidad y de fervor poético y para Ballard es terrible. El hecho de que no exista ninguna distancia entre mente y paisaje significa, para Ballard, que sólo llegando al fondo de la desintegración del paisaje se puede encontrar el pequeño nódulo de realidad a partir del cual se puede salir. Por eso sus personajes se quedan siempre en medio del desastre, no escapan nunca. Desde luego, cuando hablo de paisaje en Ballard, no me refiero sólo a la naturaleza sino también a aquello que el progreso inflige a la naturaleza y también el paisaje ciudadano, donde él siempre encuentra síntomas de enfermedades mentales".
   La máquina de Ballard, resonancias de Bradbury y de Sturgeon y, aunque él no los mencione, ráfagas de Philip Dick, de Thomas Pynchon y de William Burroughs, asoman incipientemente en El país de la dama eléctrica y ayudan a entender las imágenes y el sonido de novelas como Insomnio, El sitio de Kelany y El oído absoluto. Pero, por sobre ese horizonte de referencias que Cohen ha metabolizado con notable conciencia y deliberación, se impone un trabajo excepcional sobre el lenguaje que el escritor explica de este modo: “desde luego, paralelamente a esta asimilación de ideas y procedimientos, yo estaba haciendo un trabajo estrictamente de frase, artesanal, porque quería llegar a hablar mi lengua, mi idiolecto. Naturalmente, no hay nada en literatura que no sea diálogo con una tradición. Lo que hice fue relevar la historia de un lenguaje específicamente rioplatense, que para mí es muy rico en posibilidades eufónicas y variantes semánticas y que tiene sus raíces en la literatura gauchesca, donde se adaptan, incluso, raíces más lejanas que vienen del español del siglo de oro. Esas raíces fueron retrabajadas y puestas al servicio de la narrativa por una serie de escritores que van desde Borges hasta Onetti, digamos, pasando por algunos hitos muy peculiares como Di Benedetto, Felisberto Hernández o Marechal, entre otros. Esta elección de lenguaje tiene que ver con que yo necesitaba que ese espacio sincrético funcionara a partir de una maquinaria verbal que me ligara a esta cultura. Yen ese sentido tampoco es casual que Bardas de Kramer, la ciudad donde transcurre Insomnio, esté ubicada en la Patagonia”.
   El criollismo tiene su momento en la charla con la aparición de un mate amargo y espumoso y el cronista aprovecha para preguntar por la relación que Cohen mantiene con aquellos otros autores que, además de Faulkner, ayudaron a refaccionar o a demoler el edificio de la novela del siglo pasado. Cohen, lector voraz, discutidor de textos y de posiciones, sabe decir chapeaux frente a los monumentos de Joyce, Kafka, Virginia Woolf, Proust y Beckett. Pero confiesa estar más cerca de Proust y de Kafka “en cuanto al goce de la lectura y al tembladeral al que te someten”.
   Dice, mientras despunta un nuevo cigarrillo, que la grandeza evidente de alguien como Musil puede disfrutarla de lejos debido al cinismo que encuentra en su obra. “Siempre me sentí más atraído por cierta virtud que transpiran algunos escritores y que el budismo exaltaba como una de las principales, con el nombre de maitri; no tiene una traducción exacta pero es como una suerte de disposición amable, aún en la amargura y en la irritación; algo que los cristianos transformaron en compasión y que a mí me interesa menos que la amabilidad, una cierta apertura, el dejar espacio aún a la equivocación del otro. Eso es evidente en tipos como Pessoa, incluso en tipos más agrios como Beckett. Y en Joyce lo encuentro más en sus cuentos que en el Ulises”.
   Los protagonistas, ya mencionados, de algunos cuentos de Los pájaros también se comen comparten con Gerardo, un personaje de El país de la dama eléctrica y Ezequiel, el protagonista de Insomnio, un vínculo con la literatura, entendida en un sentido amplio. Escritores o portadores de cierto saber o determinada confianza en la palabra escrita, juegan un papel importante en el desarrollo de cada historia. ¿Suponen el correlato en la ficción de una función específica que Cohen reivindica para el escritor en la sociedad real? "Paradójicamente, siempre rechacé, como lector, la aparición de personajes escritores en la literatura. Pero es evidente que había algo en mí que estaba preocupado por el papel del escritor. No porque crea que la del escritor es una figura heroica, interesante por sí misma, sino porque evidentemente necesitaba la presencia de escritores para señalar algo. Quizá que en la figura del escritor se manifiesta claramente que, en la alternativa de entregar o no el lenguaje al gran guiso general del sentido común, se juega la posibilidad del verdadero conocimiento y, por lo tanto, de abrir nuevas zonas de independencia".
   En varios de sus relatos y, desde luego, en Insomnio desde el título mismo, los sueños juegan un papel narrativamente importante. ¿Hay una teoría personal del sueño en este hombre que despunta cigarrillos y reconoce su admiración por Freud? Cohen niega la idea de una concepción sistemática a partir de la cual los episodios oníricos se articulen en sus narraciones, pero la pregunta dispara nuevamente su vocación reflexiva: “Desde luego, no tengo una teoría sobre el sueño, ni siquiera un conocimiento profundo de las teorías del psicoanálisis al respecto, y nunca me he psicoanalizado. No soy un buen intérprete de mis propios sueños. Cuando los recuerdo, sólo puedo quedarme intrigado, divertido o aterrorizado según haya sido lo que soñé. Pero el sueño tiene un gran interés narrativo para mí por su gran intensidad, por su economía extrema y la inteligencia de sus procedimientos y, sobre todo, porque tiene la virtud de cambiar de tema. Es decir, la vida de un personaje o de uno mismo trata de algo y el sueño irrumpe allí para decir: 'hablemos de otra cosa'. Esa otra cosa está desplazada y al mismo tiempo ligada con el motivo central de la vigilia. Es relacionable con ella pero debe ser cautamente relacionada. Y más vale no abrir opinión y dejarlo como algo contiguo a la vida, porque está diciendo algo sobre ella. La anécdota del sueño y la de la vigilia operan como las dos partes de una metáfora: a partir de la relación inesperada entre dos entes de categoría distinta, se crea una entidad nueva”.
   El fin de lo mismo, el último libro de Cohen, pone en juego nuevas variantes de los espacios imaginarios donde a este escritor amante del jazz y del fútbol bien jugado le gusta situar sus historias. En ese paisaje posindustrial, Cohen afirma manejarse hoy con gran comodidad “porque ya he creado, digamos, ese escenario virtual –que es, como ya dije, el de mi experiencia– donde están la Biblia y el calefón: el tecno pop y los linyeras, una estación abandonada rodeada de monoblocks de concreto". Pero más allá de su continuidad con libros anteriores, El fin de lo mismo supone una incursión notable de Cohen en una forma narrativa de características novedosas: “Después de escribir tres novelas consecutivas, tenía ganas de hacer cuentos porque, más allá de su dificultad e intensidad, ofrecen una satisfacción de cumplimiento más inmediata. Pero hoy el cuento aparece encorsetado por una preceptiva que está a punto de aniquilarlo. La perspectiva de amoldarme a los dos o tres modelos sancionados por el siglo no me resultaba muy interesante. De modo que empecé a pensar en una posibilidad intermedia entre el cuento y la novela que, en la intimidad de la cocina, suelo llamar novelatos y que podrían calificarse más felizmente como novelas portátiles. Es decir, piezas narrativas con temas propios del cuento pero con procedimientos formales de tipo novelístico: desde los de carácter casi tipográfico, como la división y titulación en capítulos, hasta los más estrictamente poéticos, como los cambios de punto de vista, las digresiones, las descripciones extensas y otros”.
   Cohen –cuatro cigarrillos fumados y una cantidad de tabaco suelto como para un quinto sobre el mantel floreado– reconoce como antecedente de este tipo de relato las narraciones de mediano aliento de Henry James (La lección del maestro, La esquina feliz, La bestia en la jungla y otras) y experimentos más recientes como las Cien novelas rio de Giorgio Manganelli y “sobre todo las novelas condensadas que Ballard reunió en su libro Exhibición de atrocidades. Allí, Ballard trabaja con criterios musicales: utiliza recurrencias como empezar cada capítulo de modo similar, para luego ir llevando ese material en direcciones divergentes. Y además hay en esos textos una estrategia pictórica que podría calificarse de cubista, o al menos yo la adopté como tal para mis relatos. Es decir, la división de estas pequeñas novelas en capítulos muy breves permitía, a diferencia del cuento, trabajar con escorzos de la misma situación, ir abriendo el universo del relato por acumulación de tomas de la misma escena”.
   El mate y la tarde declinan juntamente y Cohen empieza a hablar más bajo, con el respeto atávico que infunden las sombras y la módica melancolía de un agua tibia donde flotan palitos desvalidos. Lentamente, la charla se desvía hacia la práctica del oficio y Cohen, en un susurro que crece a medida que se entusiasma, comenta su ejercicio: “El momento más placentero y entusiasmante del hecho del escribir es el de la imaginación, ese instante en el cual –al menos en mi caso– el relato se da, en su totalidad, como un fogonazo dentro de la cabeza. Cuando digo imaginación, me refiero a un fenómeno de síntesis que tal vez debería llamar cavilación, ensoñación o, simpleznente, rumiar. Por lo general, me dan vuelta en la cabeza varias ideas. Por alguna razón, de esa turba de veinte o treinta anécdotas tontas, dos o tres son elegidas como objeto de consideración o terquedad: se imponen. Cuando esto ocurre, se trata de encontrar un argumento que muchas veces, surge del porfiado capricho de encontrar vínculos entre dos ideas aparentemente muy disímiles. Si en algún momento encuentro ese vínculo, allí todo empieza a salir: los personajes, la trama, las descripciones, la escena.
A partir de ahí, hago planes muy detallados. Me gusta saber muy bien qué va a pasar en las escenas; hago guiones muy precisos que probablemente después no respete pero que me permiten trabajar más cómodo. En la narrativa uno tiene que ocuparse de varias cosas a la vez y mi modo de hacerlo son estos guiones, estas hojas de ruta. Si tengo esto, entonces me siento mucho más suelto para trabajar en la frase que es lo que realmente me interesa cuando estoy escribiendo. Si estoy suelto, me puedo despreocupar y entonces, en la frase, uno se relaja y ésta empieza a producir esa extraña realimentación que hace que el guión se te vaya a la mierda. Y, en definitiva, uno se sienta a escribir porque espera ese momento”.

   ¿Cómo ingresan, en la obra de este hombre amable y ahora distendido como alguna de sus mejores frases, los asuntos del mundo actual? Cohen reflexiona un instante y dice: “Para mí, lo real es un disparador. Los escenarios corroídos, los deterioros agigantados, los absurdos sociales que pueden aparecer en mis libros estan alimentados por las lecturas que ya mencionamos pero, en la misma medida, por las caminatas por las ciudades donde he vivido. Creo que hay algo en la captación no de esa realidad sino de las sensaciones y pensamientos que esa realidad provocan, que es uno de los alicientes de la escritura. Esto podría resumirse en una palabra inadecuada pero tentadora: representación. Esta implica mediaciones, operaciones eminentemente artísticas vinculadas con la composición. La realidad está ahí, es la base, como dice Wallace Stevens. Desde luego, se trata de encontrar las anécdotas que resuman la paradoja contemporánea de haber sido alcanzados por el futuro y seguir adelante, pero también de pensar, de encontrar un lenguaje. En ese sentido, me resulta irrisoria esta moda, que se da simultáneamente en la Argentina y en España, de escritores que dicen: 'yo sólo quise contar una historia'. No se trata solamente de contar historias; para eso están los fogones, las reuniones con los amigos. Escribir es un placer, una operación, un trabajo; se le puede dar cualquier nombre, pero es algo mucho más complejo que contar una historia. Porque las palabras están cargadas de una enorme cantidad de connotaciones y a veces te devuelven unos bifes que no te esperabas. Y en el hecho de aguantar el bife o devolverlo, se juega la continuidad de la historia misma”.
   Cohen afirma que, desde el punto de vista de ese trabajo con las palabras, su último libro, El fin de lo mismo, supone un equilibrio entre una vocación poética –y por momentos oscura y excesivamente arbitraria respecto de la historia– y cierta preocupación por la legibilidad. “En una literatura que, cuando empezamos a escribir, estaba dominada por un fuerte naturalismo, era comprensible que algunos intentáramos desmarcarnos de esa chatura verbal, de esa confianza excesiva en la referencialidad de las palabras. Así es como a través de varios libros yo estaba muy preocupado por encontrar relaciones sorpresivas, analogías, imágenes potentes e inesperadas, incluso para mí mismo. Por un lado, porque creaban un efecto de distanciamiento que considero interesante y, por otro, porque me gusta construir bien las escenas y las comparaciones y analogías, por más extemporáneas que fueran, introducían la posibilidad de otro color, hacían que el momento fuera más rico.
   Pero, cuando empecé a escribir El fin de lo mismo, me di cuenta de que eso tenía que empezar a recortarlo; que en una literatura como la mía, cargada de muchas cosas, podía llegar a saturar al lector con una exigencia desmedida. Me planteé, entonces, algo que podría formularse como la posibilidad de introducir el caos en la forma literaria sin que el caos se apodere de algo que, en definitiva, es un producto artificial y deliberado. Quizá la conciencia de estos impulsos divergentes es lo que más se note en este libro. O quizá se trate de que uno, con el tiempo, va llegando a una especie de acuerdo con su respiración. Uno empieza respirando muy entrecortadamente e incluso llega a quedarse sin aire. Después empieza a largar unos suspiros casi ensordecedores y, en algún momento, uno encuentra una manera de respirar que es al mismo tiempo cómoda y peligrosa. La pretensión sería contagiarle al lector esa comodidad y ese peligro".

   Excéntricos, marginales, inadaptados, reunidos en grupos mínimos, parejas asimétricas o definitivamente solos, los personajes de los relatos de Marcelo Cohen hacen un corte de manga a las presiones de la maquinaria social y a sus poderes. No son resistentes o disidentes políticamente organizados, no están capturados por una ideología optimista ni alguna forma luxada de la trascendencia. Simplemente tratan de vivir haciendo de cada momento un acto más personal, más intenso y menos galvanizado por la fábrica de lugares comunes. Pero es mejor que Cohen lo diga a su manera: “Desde luego, esos grupos más o menos espontáneos reunidos en torno de complicidades elementales tienen un antecedente en la obra de Cortázar. En mi caso, se trata de fijar la atención en personajes que se dan cuenta de que, en la espantosa ilusión de continuo del mundo en que se vive, existe el accidente. Es decir, la mayor parte de la gente pasa de largo, a través del accidente; algunos otros, más atentos y descalabrados por ese mismo mundo, se dejan atravesar por el accidente. Y creo que sólo el que se deja atravesar por el accidente es motivo de relato. Diría, incluso, que un relato no es, en definitiva, otra cosa que la puesta en escena de la toma de conciencia de un error”.
   Atravesados, por la desgracia negra de sistemas autoritarios, por el trabajo sórdido de los días iguales y la facilidad del consumo, las frases hechas o la resignación kafkiana de que “en el mundo hay mucha esperanza pero ninguna para nosotros”, los personajes de Cohen intentan una poética precaria muchas veces inconsciente de su propia belleza. En esa práctica de vivir por sí mismos suelen tener epifanías huecas, sin la menor ilusión de un futuro mejor. Dice Cohen, acordando con estas descripciones: “Claro, en el estupor de algunos acontecimientos, estos personajes se encuentran con epifanías, pero son signos vacíos, y ese vacío, como bien sabían los orientales, no es la nada sino la ausencia de conceptos. En ese vacío, suele aparecer la ilusión de trascendencia. Lo que trato de poner en juego en mis libros es el proceso por el cual algunos de estos personajes empiezan a sospechar el engaño de esa expectativa. Empiezan a darse cuenta de que, entre los momentos infinitos anteriores y posteriores al nacimiento y la muerte de cada uno, lo único que hay es el presente, el presente de uno y el presente de las cosas y, por lo tanto, no hay ninguna razón para ofrendar la existencia de uno a ningún futuro”.

 

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