Fanni, Myra y el sociólogo
Publicado en Diario Clarin, el 21 de noviembre de 1999
Una soberana nube cuelga a baja altura sobre la fronda
del Parque Arcádico. Es voluble en sus grises, es artificial, y a veces se
descarga en lloviznas que vuelven la vegetación más verde y más brumosa, como
una idea demasiado fresca para aceptarla del todo. Más arriba, indiferente, el
sol descascara los edificios que rodean las seis manzanas del Parque.
Empieza el verano en el hemisferio sur. Hace bastante calor. La variada
decrepitud de los edificios indica la suerte mala o aceptable de unos
comerciantes que en este momento no están, porque son las tres de una tarde de
sábado. En las altas oficinas comerciales, carteles en manchú, yiddish, finés,
aymara y español se suceden como vestigios de empresas no del todo caducas. Por
la embalsamada calle Pasteur dos chicas se acercan a la frontera del Parque Arcádico.
Visten bermudas de vinilo y remeras reflectantes contra el sol. Caminan
mordisqueando heladonios de kachú, indecisas entre la languidez desgarbada y el
fastidio vivaz. Pueden tener dieciséis años. Pongamos que una se llama Myra y
la otra Fanni; es lo de menos para mí, que las conozco bien porque soy sociólogo.
Véanlas allí en la vereda del parque, debatiendo algo. Se tocan mutuamente las
barrigas con dedos regañones. Resoplan o ríen. La curiosidad inapetente se les
irradia en múltiples direcciones. Un pequeño turbotaxi que pasa al ralentí
las envuelve en una estela de polvo fétido y el piropo guaso del chofer. El
vendedor automático de abanicos murmura su reclamo en coplas mal rimadas. Las
chicas parpadean. Por la explanada entran al parque ancianos vivarachos,
inmigrantes taciturnos, periodistas o brokers adictos al ensueño, padres
recientes, gente confiada en que el deseo natural los libere por un rato del
yugo de la cultura. Hay en la humedad de la fronda una pulsación grave y algo
coactiva, como si el alma del Parque llamara a los paseantes advirtiéndoles que
si no entran reventará contra la calle.
A las chicas nada les parece entretenido ni comprensible. Están mirando a una
patota de haraganes, no mucho mayores que ellas, que a diez metros de mi cabina
tienen acorralado a un gatito que merodeaba el parque. Le escupen licor, lo
azuzan con patadas y uno ya está ajustando el voltímetro de un lanzagujas eléctrico.
Las caras les chorrean un desmesurado sudor de gula. El gato callejero, esa
criatura que no se ha logrado reproducir en laboratorio, es letal cuando se
enfurece, pero las uñas parvas de este gatito pardo aún no dan demasiado
miedo. Los brutos bailotean.
No lejos de ellos está el guardia blindado. Firme en su reciedumbre, el tipo
duda de que haya en la actitud de los muchachos un mal juzgable. Bajo el
uniforme negro, dos capas de polímeros le cubren una interface que integra visión,
comunicación y capacidad de fuego. Injertada a la sien derecha lleva una
computadora de apoyo para análisis de situaciones y planificación táctica, y
ahora, acomodándose el armamento, el guardia delibera internamente. No ha
costado barato ese hombre, como para que intervenga por una fruslería. Los
atorrantes ya han ensartado al gatito en una aguja y le asestan una descarga de
ochocientos voltios. Cuando mi abuelo era joven se creía que muchos pobres
violentos eran criminales; hoy un guardia no considera que estos muchachotes
bien vestidos estén cometiendo un delito. Son simples Pepolos, criaturas de
placer sin límites, hijos de una rigurosa educación en la Perversidad
Polimorfa. Los estudios sociológicos me han enseñado que el Pervopolimorfismo
no es una corriente clandestina ni una facción de ricachones; es una opción
comunitaria como otras de nuestro siglo; una creencia, una vía a la felicidad
por el gozo inmediato sin prejuicios. Un guardia democrático como éste carece
de información para reprimir a unos pibes cuyo cuerpo caótico disfruta entero
con el sufrimiento de un animalito. Los pepolos son fanáticos de la danza.
Bailan tan bien que les basta admirarse entre sí, o cada cual a sí mismo, razón
por la cual a chicas como Myra y Fanni el baile ha empezado a repugnarlas, tanto
que odian a los pepolos con un odio que no pueden argumentar claramente.
Mientras, tres pepolos se empujan por recoger al animalito desmayado. Yo he
visto escenas así y sé que se avecina algo muy desagradable. Fanni le gritaría
al guardia que les dé un mamporro pero la inseguridad la paraliza. Myra va a
entrar en trance, imposible saber si de furia o fascinación. Fanni la arrastra
del brazo. Pagan el ticket y entran en el Parque Arcádico. Qué otra cosa van a
hacer dos chicas como ellas un sábado a la tarde. Yo, que nunca dejo de
estudiar, les sigo los pasos por el pantallátor de la cabina.
O sea que allá van por la mullida grama del parque, descalzas como aconseja el
reglamento. El Parque Arcádico es un espacio sin sendas, sin canteros, sin
cubos para papeles ni juegos para niños: una vaga extensión de hierba que
parece silvestre, amenamente umbría de arrayanes, castaños, bojes y ebalnos,
humedecida por la nube, vigorizada por una red de haces de fotosíntesis. Las
chicas pasean entre matas de agracejos.
Canta un sinsonte. Hay un exagerado aroma a romero. Sobran algunas gotas rocío.
Y a cincuenta metros de la calle el parque ya es una foresta idílica donde una
mínima imaginación basta para alucinar, no digamos un rebaño de cabras, pero
sin duda un cervatillo. Y las chicas ven un cervatillo, en efecto.
Yo no aseguraría que es eléctrico porque hay ahí dentro animales de verdad,
cierto que un poco mustios. Cuando la gran superficie comercial que dominaba el
barrio del Once terminó de venirse abajo, ni a nuestro macilento estado ni a
los empresarios les costó recaudar óbolos para cubrir el terreno con barro del
río. Eran tiempos de espiritualismo. Los espiritualistas, una fuerza impetuosa
y estricta, pusieron la planificación, el gusto bucólico, la lírica y el
dinero para el surtido vegetal y la fauna de un Parque Arcádico, y el parque
fue un primor. Entonces creímos que se había clausurado la era de lo material.
Pero los espiritualistas son volubles y pronto se cansaron de abandonar sus
barrios de montaña para venir a la ciudad a ver árboles. Por eso ahora nadie
sabe si el Parque Arcádico, abandonado como está, es un museo del edén
perdido o una trampa del mal; hay muy pocos que tengan el saber moral específico
para decidirlo. Y sin embargo bastantes porteños vienen a solazarse un rato, y
compartir vino y queso, en un bosque que prefigura la cortesía, la pureza, la
virtud y las prudentes pasiones de una edad áurea futura que no hace falta
anhelar, ya que está aquí. Vean si no esa lograda ardilla que se las ingenia
para roer una bellota. Vean a la enfermera de licencia que se ha disfrazado de
pastora y provoca a un señor lavándose en el arroyo. Myra y Fanni pasean por
ahí buscando no esgunfiarse mucho.
También buscan respuestas, no se crea. Son chicas conflictuadas, padecen sus
titubeos.
Vienen al parque a ver si la decorativa atmósfera de jovialidad las orienta un
poco.
¿Qué tienen para elegir? Ahí está el Otero de los Poseídos, donde los
amantes melancólicos clavan en las hayas versos que a lo mejor no leerá nadie.
Está el Prado de las Revelaciones, donde imágenes de la diosa Rósalin LaSeda
murmura parábolas pastoriles.
Está el área llamada Sueño de Verano, un rincón con fama de libertinaje
donde se ve mucha guirnalda de flores, algún fauno contratado, un mercado flojo
de intercambio de parejas.
Está el Lugar del Sueño de la Razón. Allí, dicen, matas de adormidera y cáñamo
fuerzan en el durmiente unos monstruos que son el reverso del pensamiento
honrado. Se ven con claridad, los espectros, y la experiencia es impresionante,
pero las chicas prefieren no internarse porque está claro que antes de soñar
ahí algo monstruoso hay que haber entrado en razón; y lo que menos les gusta a
las chicas es confirmar que aún son pobres de espíritu.
Confinadas en su adolescencia, Myra y Fanni procuran abandonarse al ambiente y
en cierto modo se distraen. Reverbera la luz entre el follaje, como un
chisporroteo de corazones exaltados, y en los claroscuros flotan olores a heno y
sudor, y sones de ocarina y bordoneo de abejorros. Con todo esto los sentidos se
alteran, y uno oye con la vista y huele con el oído. El conjunto es
aceptablemente perturbador si lo que se persigue es, digamos, rasparle el óxido
a la mente. Pero como nuestras chicas tienen la mente impecable, lo que deciden
es ir al cine, ese arte envejecido que incita a pensar contando historias
emotivas. El tugurio azul del cinematógrafo está en un rincón selvático del
parque. Las chicas entran.
En la sala bilateral titilan las dos pantallas. El giro autónomo de las butacas
obliga a mirarlas alternativamente, con una voluntad de complemento y síntesis
que sólo los cinéfilos disfrutan como cabe. Esta tarde, la película dramática
trata de una bella ejecutiva que sólo ama su éxito; de pronto, en un solo día,
el marido la deja acusándola de egoísta y la empresa la despide tachándola de
manipuladora; cuando baja a la calle en el ascensor, oye a un viejo mencionar
una cifra; aturdida, ella juega a la lotería y gana una fortuna; pero un ataque
de superstición le impide usar la plata hasta no recompensar al viejo que sin
quererlo le dio suerte; sucesivas complicaciones, o la coraza ética de ese
hombre que no se deja manipular, le impiden una y otra vez saldar la deuda, y en
ese fracaso repetido la mujer empieza a volverse dócil y atenta. La otra película,
una comedia de terror, trata de un matrimonio medio que compra un juego de
simulación para el ocio; conectados juntos en la cama, se hunden en la
experiencia virtual de que uno de los dos se reduzca de tamaño; como no se sabe
a cuál le toca achicarse cada vez, ni cuánto, la historia abunda en enredos
sensuales y planos físicos inquietantes; hasta que la afición compulsiva al
juego sume al matrimonio en una pesadilla de estrategias de la cual sólo lo
redime el sorpresivo embarazo de la mujer; aunque no del todo, porque no se sabe
en qué escala nacerá el hijo.
Dos sesiones seguidas del espectáculo permiten a Fanni y Myra pasar bien la
parte más anodina del sábado. En las arboledas del parque, el balanceo de las
ramas ya desata en la concurrencia moderados éxtasis naturales y una lujuria de
atardecer. Las chicas, mareadas, se aplican a la tarea agobiante de establecer
relaciones entre las películas, convencidas de que algún concepto obtendrán
para situarse en los asuntos no menos enmarañados de la realidad. Caminan
calladas. Si algo les encanta del cine es esa pizca de desasosiego que las
obligará a volver. Salen del parque satisfechas.
Pero en la vereda la banda de Pepolos sigue torturando al gatito. Puede que sea
otro, porque ha pasado un buen rato, pero en todo caso, al sol tórrido del crepúsculo,
la nube humidificante se vuelve roja como un hígado mal cocido, como el pellejo
ensangrentado del bicho entre las manos de los pepolos, y el pensamiento de las
chicas se enardece. Los visitantes del Parque se hacen los distraídos. El
guardia no se inmuta. Las chicas buscan un alegato y en un paroxismo de
desconcierto reparan en la Cabina de Asistencia Anímica.
Entonces vienen a desahogarse conmigo.
¿Qué tónico puede ofrecer un sociólogo a estas almitas, aparte de un poco de
té con hielo? El municipio me paga por instruir conciencias pero, después de
tanto conversar con los porteños, ni las cartillas de terapia rápida ni los
manuales de sociología me sirven para otra cosa que para relativizarlo todo. Y
yo querría tener convicciones fuertes; porque las chicas, agitadísimas, me
acribillan a preguntas. Me interpelan, como si yo tuviera autoridad o conociera
una ley. Fuera, los pepolos están rociando al bicho con kerosene. Yo digo:
presumiblemente, chicas, ustedes pensarán que esa situación no se justifica.
Pero su reacción, la de ustedes, ¿es una respuesta a algo real, por ejemplo lo
malo, o es mero resultado de un temperamento particular? Piensen, muchachas: ¿en
virtud de qué máxima general cabe asegurar que ciertas conductas son más
recomendables que otras? En la naturaleza no hay máximas, ¿verdad? ¿Podemos
condenar a la avispa que pica a nuestro vecino? ¿Y el cachetazo que la mata?
Etcétera. Hablo y hablo con tal frenesí que tardo un rato en darme cuenta de
que Fanni, y detrás de ella Myra, ha corrido hasta los pepolos y les está
gritando, Basta, cretinos, Eso es una porquería, e intenta arrebatarles el cadáver
del bicho y, como no lo consigue, y ellos se le echan encima, de una sola,
exquisita y seca patada de kogue-ten manda a tres mequetrefes de jeta a las
baldosas. Ja. Yo bebo mi té de un saque, también, como si el saber discursivo
me hubiera puesto frente a su borrosa justificación. Ahora se ha armado una
trifulca grandiosa. Torpes para la lucha como son ágiles para el baile, los
pepolos no logran sujetar a las chicas. En cambio sí las atrapa el guardia de
seguridad, que, como bien sé, acaba de consultar su analizadora de situaciones
y se cree justificado para actuar.
El guardia mide dos metros veinte. Las prótesis que le rematan los brazos
agarran a las chicas por el pescuezo, una de cada lado, y las sostienen en el
aire como si fueran elásticas bolsitas de mercado. Aprovechando el estupor, yo
me deslizo a recoger al bicho muerto, que es efectivamente un gato. Ya lo
enterraré; también de eso puede ocuparse un sociólogo. Mientras, el Parque
Arcádico recibe la noche y exhala una sencilla bienaventuranza. Los pepolos se
ríen, defraudados. Yo busco en el animal muerto una definición irrebatible del
mal. Las chicas cuelgan de los dedos del guardia, pataleando, ruborizadas de
rabia, pugnando por articular lo que el cine puede haberles dado, aunque a salvo
ya del aburrimiento sabatino. Creo que podemos dejarlas así, de momento, como
al fin de la primera etapa de un aprendizaje que será largo, no dudo, y váyase
a saber si se completa.