variaciones en prosa
Escribir para Marcelo Cohen es contar una historia, pero también buscar el sonido del lenguaje, la voz y el poder de improvisación que envidia en la música. Sus novelas construyen ciudades futuras, collages de imágenes musicales y pictóricas, máscaras distorsionadas que hacen ver mejor el presente. Después de vivir 20 años en España, sin desligarse del contexto argentino, Cohen regresa al país con Inolvidables veladas.
Entrevista Paola Cortés Rocca & Fermín
Rodríguez
Foto Juana Ghersa
A Marcelo Cohen le gusta escenificar cuando narra.
Deslumbrado por aquellos que hacen de las pequeñas cosas empresas fabulosas,
recuerda una película en la que un pintor español trabaja durante un año para
pintar un membrillo de su jardín. Sonríe ante el esfuerzo siempre frustrado de
fijar aquello que está hecho para alterarse. Dice que por las noches observa
con un largavista desde su balcón los techos bajos de Colegiales. Y uno se lo
imagina jugando con el foco de los lentes, distorsionando las imágenes,
multiplicando los modos posibles de acercarse a lo real.
No para de contar millones de anécdotas que surgen de una posición de extrañeza:
estar entre dos países, entre dos lenguas, entre la fascinación por la palabra
de los otros, a los que traduce, y las historias propias. Pero también se
detiene por momentos, en el medio de una frase, para elegir la palabra precisa,
el tono justo. Como un buen nadador, escribe en contra de la corriente de la
lengua, flotando entre una historia entretenida y un lenguaje espeso. Sus
personajes viven bajo cielos de pixel, en la penumbra de neón de ciudades que
recuerdan a Blade Runner o la reciente Días extraños. Cohen
seduce con lo heterogéneo del presente, pero no deja de advertir que la
inconformidad es la única forma de habitarlo.
Le gusta saltar de una cosa a otra, aunque la literatura jamás lo abandona.
Prefiere el disco de Ornette Coleman, Free-jazz, al compact,
porque en la tapa del álbum hay un cuadro de Pollock. Amante del jazz, envidia
de la música su poder de improvisación y de suscitar sensaciones diversas y
simultáneas. Sus novelas tienen un sonido novedoso dentro de la literatura
argentina y algunas juegan con los estilos musicales: el rock en El país
de la dama eléctrica, el bolero en El oído absoluto y el tango en la
reciente Inolvidables veladas. Pone un disco de Ketama, un grupo español de
flamenco. Dice que todavía no lo puede escuchar sin sentir algo que el tango
nunca le provocó: nostalgia por un lugar querido y abandonado. Parece una burla
a los lugares comunes del exilio que Inolvidables veladas, una
novela sobre el tango, las madres y la memoria, coincida con su vuelta.
Viviste en Barcelona durante veinte años y escribiste casi toda tu obra en España, sin por eso perder ni el acento ni el imaginario porteño. ¿Cómo te las arreglaste para estar en dos culturas a la vez?
Durante mucho tiempo viví sin contexto literario,
construyéndomelo por mi cuenta. Pero es indudable que los contextos buscan a
sus escritores. El mapa literario español nunca produjo un remolino por el que
yo fuera absorbido, probablemente porque pataleaba como un loco resistiéndome.
En el fondo, era una cuestión de lengua; me gustaba seguir sintiendo cierta
incomodidad. Una vez escuché a editores españoles que decían: "Es que
los sudamericanos escribís demasiado bien". Por otro lado, a veces,
había gente que decía: "Cohen es demasiado oscuro", porque más
allá de los procedimientos que uno puede utilizar o del intento siempre
fracasado de constituir un idioma privado, estaba el hecho de que yo mezclaba
registros idiomáticos y utilizaba algunos localismos argentinos. Entre la
acusación de que escribíamos demasiado bien y la acusación de que éramos
demasiado oscuros, uno no sabía para qué lado disparar. Entonces uno se aísla
del mapa. Por otra parte, lo que yo más quería era estar tranquilo y escribir:
para mí la cosa era conmigo mismo. Indudablemente, como éste es un país que
mira mucho lo que pasa afuera, de golpe empezó a haber algunos lectores que se
interesaban por mis cosas y un feed-back que yo nunca había sentido.
Digo esto por el hecho de que nunca estuve desligado del contexto argentino,
siempre fue una parte de mi cabeza.
¿Y qué lugar ocupa el tango, uno de los temas de tu última novela, en la lengua del exilio?
En España, escuchaba tangos y me emocionaba, porque me gustaba como música, pero no podía dejar de ver en el componente de las letras, en la excesiva amargura casi beckettiana, una especie de autoindulgencia, de autocompasión, valores que me resultaban profundamente desagradables. El tango puede ser nietzscheano en algunos momentos, cuando dice "todo es ilusión, baile de máscaras, apariencias, todo es una construcción de la mente, no sabemos cómo va a reaccionar el otro". Pero, en el momento en que hace el salto a la conclusión y dice "por lo tanto todos son infieles y traidores" se convierte en un lamento cristiano, que es todo lo contrario de Nietzsche. Y me fui quedando con la música. Me di cuenta de que había una profundidad musical de la que yo había renegado por este tipo de conflictos. Pero la novela no es una novela sobre el tango. El tango es sólo un elemento...