Del Diario La voz del Interior - julio 2001
“Las mejores ficciones son la verdad absoluta”
Marcelo
Cohen nació en Buenos Aires en 1951, pero desde 1975 hasta 1996 residió en
Barcelona, España, donde se dedicó al periodismo cultural y a la traducción.
En la actualidad publica artículos y reseñas en el diario Clarín y en la
revista mensual Página 30. Ha traducido más de 40 libros de ensayo y
literatura, del inglés, el francés, el italiano, el portugués y el catalán.
Entre sus obras, se destacan El instrumento más caro de la tierra (1982), El país
de la dama eléctrica (1984), Insomnio (1985), El sitio de Kelany (1987), El oído
absoluto (1989), El fin de lo mismo (1992) y El testamento de O’Jaral (1995).
La editorial Norma lanza este mes un nuevo libro de Cohen, Los acuáticos,
integrado por seis relatos, todos situados en un mismo espacio imaginario, El
Delta Panorámico, donde se mezclan los problemas de una civilización sometida
a la tecnología, la sensación de ahogo y paranoia constante de sus habitantes,
e imágenes que parecen venir de otros tiempos.
—¿Cómo surge “Los acuáticos”?
—Es un libro que contiene seis cuentos largos, pero podría haber tenido
cuatro ó 27, porque en realidad lo que yo quería era escribir cuentos con la
menor cantidad de pautas posibles. Hace años que vengo notando que así como el
campo de la novela se ha convertido en el de las repeticiones más aburridas
(como también el de las pruebas más audaces), al cuento le ha ocurrido lo
mismo y ha caído prisionero de las fatalidades de la máquina de la historia
literaria. Creo que desde hace tiempo está anclado en la preceptiva, por
supuesto que esa preceptiva arrastra gran parte de los logros que ha tenido el género
en los dos últimos siglos.
—¿Eso lo condujo a trabajar en otra dirección, algo que ya estaba presente,
en cierta medida, en “El fin de lo mismo”?
—Sí, pero aquí voy un paso más allá. Lo que quería es que, en el espacio
más o menos breve que es necesario para contar una anécdota discreta (discreta
en el sentido matemático, algo visualizable), pudiera tomarme la mayor cantidad
de libertades posibles y derribar muchas constricciones, a pesar de que creo que
las constricciones son buenas excusas para escribir. La forma fija puede ser una
coartada para que la escritura manifieste aquello que uno no esperaba. Cuando
hay algo fijo que se debe respetar, el plan del escritor debe cambiar y
adaptarse frente a los tropiezos; eso hace que forma y contenido se conviertan
en una sola cosa que surge en ese momento. Por supuesto que en esta experiencia
que hice no se trataba de no controlar nada, sino de seguir la idea presente en
Gombrowicz de que, a veces, “escribir es como tener tensas las riendas de un
caballo desbocado”. Y eso es lo que me interesa: si el caballo se desbocara no
voy a ser tan ingenuo como para no saber que tengo las riendas, que la mente
siempre está antes que la mano que escribe. No obstante, mi cabeza trabaja con
más lucidez cuando me puedo liberar, aumenta mejor, amplifica.
—¿De qué manera trabajó ese concepto en los relatos?
—Como quería librarme de las preceptivas, ya sea del cuento como revelación
de algo que la conciencia no ve en la realidad, o del cuento como enfrentamiento
con algo fantasmal, o como relato hecho de otras historias, etcétera, etcétera,
el plan fue diferente. Mi idea era entrar a la situación de la anécdota que
quería contar en cada caso por cualquiera de los puntos que esa situación
ofreciera, a veces por un detalle ambiental, otras por un tono psicológico,
empezar a escribir en un tono determinado, pasar por la anécdota y seguir de
largo hasta que sus posibilidades se agotaran.
El modelo del jazz
“Este es un pensamiento que proviene de la música —cuenta Cohen—, sobre
todo de algunos músicos de jazz que me gustan especialmente, que son capaces de
tomar un tema musical, quizás por la mitad de una frase, y seguir tocando hasta
que esa música se agota. Me permití lo que en general el cuentista no se
permite, las digresiones, explicaciones para atrás, para adelante. Una especie
de volubilidad anímica abierta a lo que la misma historia fuera sugiriendo y,
¡¿por qué no?!, a lo que me va sucediendo mientras escribo. El hecho de
escribir no está separado de lo que va pasando en la mente y el cuerpo que
escribe.
—¿Qué características le quiso dar a estas historias?
—Tenía muchas historias distintas para contar, por eso no hay una unidad
argumental entre los cuentos. Quería cambiar la idea de serie temática o de
procedimientos formales, por la idea de algo que simplemente está contenido en
un sólo espacio, nada más que ese espacio es muy amplio. Trabajé así porque
me siento más cómodo contando una historia a partir de la creación de
espacios imaginarios, donde todos los elementos disímiles de mi experiencia estén
al mismo tiempo. Siempre me tomé mucho trabajo en crear espacios que el lector
pudiera visualizar, porque me parece que el espacio, el escenario, es
consustancial a la anécdota, no hay gente que circula por un decorado.
—¿Cómo está formado espacio imaginario?
—Se trata de un delta con muchísimos brazos de ríos, anchos algunos, muy
estrechos otros, donde hay la cantidad de islas que el lector pueda imaginar.
Ese mundo se llama el Delta Panorámico, y cada isla tiene una particularidad mítica,
cultural, racial. Cada cuento transcurre en una isla, pero en este mundo puede
pasar cualquier cosa, es el mundo de las posibilidades de nuestro mundo. Con
cada cuento se inventa una parte más y se va armando.
—¿Piensa que estas historias, y su obra en general, están fuertemente
marcadas por la lectura de determinados autores?
—Hay escritores a los que uno admira siempre y hay otros a los que tiene que
olvidar para poder seguir adelante. Mis lecturas fundamentales han sido Beckett,
Kafka, Proust, Faulkner, James, algunos escritores de ciencia ficción, como
Ballard, Dick, también Burroughs, y otros. Pero no podría decir que esto nació
de algunos de estos escritores ni del conjunto, lo que sí puedo decir es que
estoy embebido de la idea kafkiana presente en “La colonia penitenciaria”.
La idea de una máquina que escribe en el cuerpo de un condenado la sentencia
del juez, o el delito por el cual fue condenado. El cuerpo grabado con su propio
delito es una idea que difícilmente alguien que haga lo que a mí me gusta
hacer la deje de tener en cuenta. Si uno sale de su propio ámbito para mirarlo
desde otro lugar y decir “qué raro que es esto que nos está pasando”, no
se puede sacar de la cabeza esa idea kafkiana.
—¿Se puede hablar de una visión del mundo presente en sus relatos?
—Sí. Creo que hasta que no nos demos cuenta (y más que nada los que tienen
el ejercicio real, del poder), de que no controlamos las condiciones, de que no
sabemos nada de lo que va a pasar en el momento siguiente, hasta que no nos
entreguemos a aquello que nos invita a entregarnos, esto no cambia, ni por las
revoluciones políticas ni por lo que se ha dado en llamar las utopías. Pero,
al mismo tiempo, no se trata de pensar que la realidad es una construcción
ilusoria, sino más bien que ilusión y realidad son la misma cosa, que no hay
diferencia entre lo que pensamos que es ilusión y la materialidad última de
las cosas. El problema es lo que el pensamiento hace constantemente con la
realidad.
—¿Cuál sería en este punto la tarea de la literatura, o uno de sus efectos
indirectos?
—Creo que tratar de derribar esa especie de celofán con que las ficciones
ambientales rodean lo real es algo de lo que se puede permitir la literatura. No
creo que la literatura sea mentira, como dicen los escritores convencionales
para sacarse la culpa de encima, más bien creo que las mejores ficciones son la
verdad absoluta. El arte, entendido de esta manera, es contiguo a la vida,
vivimos en un continuo en donde ficciones y cosas son indiscernibles