Suplemento SED - Número correspondiente al Domingo 4 de Julio de 1999
 

Marcelo Cohen era, hasta hace muy poco, un desconocido para muchos lectores de literatura argentina, pese a ser el creador de una de las obras más personales y luminosas de la actual narrativa argentina. Desde su regreso al país, tras veinte años de residencia en España, el escritor comienza, lentamente, a volverse visible. SED lo entrevistó en Buenos Aires

Hasta hace relativamente poco, uno sólo podía encontrarse casi azarosamente con un libro de Marcelo Cohen (1951). Pero ese encuentro, que podía consistir en echar una breve mirada a una página suya, revelaba de inmediato el peso específico de su proyecto literario. Así, como un secreto entre iniciados, sus libros se leyeron durante años en la Argentina, país que abandonó en 1976 para vivir en España, y al que regresó exactamente 20 años después. Su obra, cuyas filiaciones son difíciles de identificar en la historia literaria nacional, dialoga con varios géneros, particularmente con el fantástico, pero va mucho más allá. Traductor profesional de inglés, francés, italiano y portugués, desde su retorno al país en 1996, comenzó a volverse lentamente visible, tal vez a pesar suyo. Resignado a perder ese anonimato desde el cual configuró la que es sin lugar a dudas una de las mejores propuestas de la narrativa argentina contemporánea, aceptó una entrevista con SED en su casa del barrio de Núñez, en Buenos Aires, para dialogar sobre su obra y sus ideas acerca de la literatura.

Se ha planteado en diversas oportunidades su lugar excéntrico dentro de la literatura argentina, tanto desde su programa literario como desde el escaso conocimiento que se tiene de su obra. Pero podría hablarse incluso de una trinidad Saer-Piglia-Cohen, como tres proyectos esenciales de la actual producción literaria nacional. ¿Qué piensa de este punto de vista?

Para mí es un elogio muy grande, ya que Saer y Piglia son dos escritores muy admirables, por razones muy distintas. Pero sinceramente yo no creo que exista esa trinidad, no creo formar parte de nada. Creo que soy un escritor. De eso ya me convencí. Durante mucho tiempo tuve dudas, porque uno nunca sabe si es impostura, porqué lo está haciendo, si quiere llegar a demostrarse algo. Preguntarse periódicamente sobre las razones por las que uno escribe es una buena manera de formularse a uno mismo el programa, que es muy importante para la configuración de una voz, que es lo que uno quiere llegar a tener, cierta plataforma programática, cierto proyecto, lo que en otros términos se llama metaliteratura. Tener ciertas ideas sobre lo que uno está haciendo. De eso me ocupo, siempre, aunque ahora menos que antes. No porque no me importe, sino porque estoy un poco más confundido.

Ese estado de confusión, ¿es bueno para su obra?

Crea una gran inquietud. Por supuesto que nunca supe exactamente qué estaba haciendo. Pero siempre, entre libros, sabía qué había estado haciendo hasta ese momento. Ahora estoy un poco cansado, porque con la vuelta argentina, me volví levemente -muy levemente- más público. Tenés más contacto con los lectores, con la crítica, y te preguntan, cuando sale un libro, por elementales razones comunitarias. Entonces, sucedió en mi caso que, hasta hace muy poco, cada vez que me hacían una entrevista, tenía que explicar desde el principio, quién era, o contarlo, aunque el periodista lo supiera, para la gente. Exposiciones muy exhaustivas de una poética, que además ni siquiera era coherente, porque uno, en cada libro, varía un poco. Pero yo soy bastante repetitivo. De manera que me cansé de eso. Me cansé de que me preguntaran qué significa la creación de espacios alternativos, qué significa para mí la ciencia ficción qué significan las distopías, qué concepto tengo de la resistencia civil y la contracultura, es decir, todas las cosas que se pueden encontrar fácilmente en algunos de mis libros.

La pregunta apuntaba a saber si ese lugar excéntrico puede ser favorable o no para escribir...

Creo, en principio, que está mal proponerse ser excéntrico. Hay varias maneras de la excentricidad. Está la excentricidad del libertino, por ejemplo, que es una excentricidad antiburguesa, está la excentricidad del dandy, está la excentricidad de ciertos hombres de moda, personajes del espectáculo, que es una excentricidad complaciente, llamativa, espectacular, y por lo tanto para mí, intrascendente, desechable. En la literatura argentina, lo curioso es que está fundada por excéntricos. Sarmiento es un excéntrico -aunque no sé si es posible considerarlo así, porque en ese momento no había cuerpo. Pero esto es lo curioso: así como no hay cuerpo central constitutivo en el país, en la sociedad civil, en la cultura, así como no hay culturas de base, irradiadoras, hay un vacío de cuerpo central literario. No tenemos novela del XIX en la Argentina, y ni tampoco cantos fundacionales.Y el gran maestro, que es Borges, y a la vez su maestro, que es Macedonio, son tipos que trabajan con supuestos de la constitución literaria que heredan en ese momento. Borges elige la filosofía, escritores menores, deliberadamente, Macedonio escribe una novela hecha de prólogos, y los grandes escritores de este siglo -de todos los colores, salvo quizás Bioy, que es un escritor bastante clasificable, que podría pertenecer a la tradición fantástica europea, sobre todo a la anglosajona-, y otros escritores menores, como podría ser Mallea y hasta Mujica Láinez, los nombres que primero saltan -Arlt, que es un expresionista delirante, que escribe contra la literatura, Cortázar, que es un vanguardista que también deshace el sistema de la novela, Marechal, que es prácticamente un metafísico trascendentalista y dantiano-, todos son excéntricos. Excéntricos con respecto a la tradición occidental, no ya la argentina, que como dije, prácticamente no existe. No hay aquí lo que los ingleses llaman mainstream, la corriente central de la novela, que en el caso de Inglaterra se puede identificar con escritores como Jane Austen, Dickens, Henry James, y que después se continúa en este siglo no con los vanguardistas, como Virginia Woolf, pero sí con escritores tan buenos como Anthony Burgess. En la Argentina no tenemos eso, no hay una novela de las relaciones personales, ni una actualización periódica importante del realismo. De manera que uno no sabe exactamente con respecto a qué es excéntrico. Cuando a mí me lo dicen, yo tengo la impresión de que me lo pueden decir en dos sentidos: uno sería respecto al sistema visible de caras literarias. Mi cara no se conoce mucho, mis libros se encuentran difícilmente, porque viví veinte años en otro país, o porque tardé en escribir buenos libros, tal vez pueda ser eso. Y el otro sentido es que el diálogo de mi literatura, incluso con esa tradición de excéntricos, seguramente es difícil de individualizar, porque mis verdaderos maestros son escritores de otras lenguas, y eso es raro.

“Hasta hace muy poco, en cada entrevista, tenía que explicar desde
el principio quién era. Me cansé de eso”

¿Quiénes son esos maestros?

Son varios, y por supuesto que cuando uno va a nombrar los primeros salen nombres demasiado grandes, que avergüenzan un poco, como Kafka, porque esos son maestros de todos. Pero evidentemente hay seis o siete escritores que para mí son muy importantes. De entrada, muy joven , podría decir que algunos poetas, como Vallejos, Pessoa e incluso Pavese, y más tarde, Wallace Stevens, y sobre todo Larkin, un poeta que traduje y me impresionó mucho, porque su visión de la contemporaneidad es muy inmediata, falta de toda trascendencia. Es un mundo absolutamente inmanente el de Larkin, de presentación de realidades concretas y hasta muy prosaicas -y muy bien descriptas, con un poderoso bagaje de imágenes. Y volviendo a lo anterior, muy joven , diría que Dylan Thomas, sobre todo los cuentos fantásticos. También algunos escritores de ciencia ficción como Bradbury, Sturgeon, literatura fantástica, y más tarde, indudablemente Ballard, quien me abrió un mundo completo de posibilidades de introducir la literatura fantástica con una perspectiva de hacia dónde va el mundo, con una propensión a la profecía. Y después una estirpe de diversos escritores fantásticos menores.

Rozando el género fantástico, y no en forma directa, analógica, los mundos que construye hacen pensar en Burroughs, o en William Gibson, hablando de literatura anglosajona. Un poco por esa capacidad de modular un mundo propio a partir de un imaginario muy personal.

Yo lo llamo a eso sociología fantástica. Hay un escritor escocés que me gusta mucho, y que también escribe las novelas en un registro que me interesa, porque es una especie de fantasía satírica, muy dirigida a la crítica del mundo contemporáneo -es claramente un posmoderno- que se llama Alisdair Gray, y tiene una novela extraordinaria, Lanark, que es la mejor novela escocesa que se escribió después de Stevenson. Dentro de los escritores fantásticos menores, podría hablar también de Alfred Kubin, que tiene una novela que se llama La otra parte. Es un expresionista alemán, dibujante, que crea un mundo paralelo, en una novela angustiante, kafkiana. Me gusta mucho también Robert Walser, y algunos escritores que vienen del post-surrealismo, pero que tienen un nexo con los antecesores del surrealismo, Roussel y Jarry. Roussel es fundamental, es la realidad virtual, la demostración de que la literatura, con las palabras, puede hacer más que la Web. Porque todo lo que cuenta Roussel no tiene absolutamente ningún asidero, ningún referente, y sin embargo se mantiene pleno, es habitable, está lleno de posibilidades, y cada vez que lo leés, se renueva. Y de esos post-surrealistas me gustan mucho también Henry Michaux -que me parece uno de los grandes escritores del siglo, decididamente- y Queneau, porque me parece supremo que con esa sencillez se pueda conseguir tanta elegancia. Además, hay en Queneau algo a lo que me gustaría llegar, que es una ‘celebración del mundo bajo’. Es un escritor que logró que le estuviera permitida la alegría. Hay muchos escritores que uno los lee y se están riendo continuamente, son irónicos, y uno espera el momento en que aparezca el dolor, porque no concibe que sea posible tanta ironía permanente.

Es decir, aquellos en los que el ‘efecto ilusorio’ es muy fuerte...

Exacto. Me parece que se les ve la pata de la ilusión. En cambio, en Queneau, la alegría es real. Es un festejo de la literatura, de la vida cotidiana, y además está lleno de personajes reconocibles, barriales, sublimes, excéntricos. Pero después está toda la tradición realista, que para mí es fundamental. Por ejemplo, me gusta Dickens, muchísimo.

“Mis verdaderos maestros son escritores de otras lenguas”

Me parece que en su obra hay un diálogo entre estos dos aspectos. La palabra ‘síntesis’ es muy fácil, pero se ve una tensión muy particular entre el realismo y el género fantástico.

La pata de la alegoría, quizás...

Sí, pero la alegoría no aparece forzada, sino como casual, eso es lo interesante.

Claro, yo trato de huirle un poco a eso.

Lo que pensaba cuando mencionaba a Queneau es el trabajo de éste con el lenguaje. Como los del escritor francés, sus mundos también son no solamente mundos narrados, sino que incluyen un lenguaje, o mejor dicho, una lengua. ¿Esta es una intención permanente o es algo que aparece en sus últimos textos, y más específicamente, desde El país de la dama eléctrica?

Sí, a partir de ese libro. Ya dije que los primeros golpes fuertes, de aquellos que me lanzaron a escribir los identifico en Bradbury, Sturgeon, y Más que humano, que realmente lo leí a los 13 años, y me dejó pensando que el mundo podía ser un lugar mucho más extraño y rico. Pero el otro fue Dylan Thomas, que fue lo primero que traduje, ya que quería saber cómo era todo ese lenguaje tan desbordante y al mismo tiempo con una precisión muy particular, no encaminada al referente, sino a designar aquello que percibimos como vago, que sólo puede ser vuelto patente mediante ciertas operaciones verbales. Pero además no se privaba del gusto de la música. Entonces la pregunta fue cómo hacer para conservar la música sin volverse un diletantte. Ese es uno de los problemas: dónde termina la frase, cómo hacer para que la frase termine, manifieste y al mismo tiempo quede en el recuerdo no sólo como una visión sino también como un sonido. Esa es una de las cosas que a mí me propulsan: dónde poner límites a tus veleidades, a la volubilidad del lenguaje, y al mismo tiempo cómo extraerle aquello que vos estás traduciendo de tu voluntad de decir, algo que esa voluntad no sabía que existía, encontrarte con lo que tus ganas de contar estaban escondiendo, probablemente un error, un olvido, un defecto de apreciación. Es muy abstracto todo esto, pero lo que es indudable es que a veces, por la mitad de la frase uno, si se abandona un poco a las palabras, encuentra una deriva, un camino nuevo. Eso requiere, indudablemente, cierta confianza en el trance de la escritura. Gombrowich dice que escribir es como mantener las riendas de caballos desbocados, y creo que se trata bastante de eso. A mí lo que me interesa es escribir frases.

Una frástica digamos...

Sí, una frástica antes que una poética, una oracionística (risas). Indudablemente ese gusto... (piensa) Tragedia y clamor en la historia... los caminos imprevisibles de la frase señalan caminos imprevisibles en el tiempo.

“Si uno se abandona a las palabras, encuentra una deriva, un camino nuevo.
A mí me interesa escribir frases”

Si hubiera que definir un rasgo evidente de su literatura, podría decirse que consiste en exasperar el presente para configurar un futuro posible. ¿Está de acuerdo con esta idea?

Sí. Dejando de lado todo aquello que yo pueda haber dicho en otras entrevistas y que ya damos por sentado, la creación de espacios sintéticos, alternativos, el plano de la ficción como hipótesis, como postulado excéntrico del mundo real, lo que sea, ahora lo puedo identificar de una manera más simple: para mí se trata de ver, como hace la ciencia ficción, la literatura fantástica, algunas tendencias del presente, proyectarlas en el futuro y elegir algunas proyecciones, no necesariamente de las más capitales, que esas tendencias puedan tener en el futuro, a veces de las más irrisorias. Porque está visto, si uno mira la historia, que muchas de las posibilidades más insistentes de una época se cumplen en la siguiente como formas ya casi de la caducidad, y sin embargo, duran, en su baratez, en su truchería. Entonces me interesa agarrar esas, y colocarlas en el presente, para ver cómo ese presente contiene la ridiculez de su desarrollo. Pero justamente para hacer más fuertes a los personajes en la confrontación con eso que, en definitiva, es lo más amenazante, porque si uno va a pensar que se consuma lo peor, lo más ridículo e intrascendente, entonces es cuando ve mejor. Y no porque quiero que los personajes vean mejor, sino para poder ver mejor yo. Eso en relación al presente y al futuro, pero hay también otros planos de esa cuestión.

¿Cuál es su forma de relación con la escritura, y su metodología de trabajo?

Depende mucho del tiempo. Tengo una economía de la vida -una familia, algo que no tuve durante muchos años- que trato de montar en su sentido más crudo, siempre alrededor de las posibilidades de escribir. Como soy traductor, y colaboro con la prensa, de manera free lance, y soy incapaz, desde hace mucho tiempo, de trabajar en una empresa, tiránicamente mi vida se organiza a través de la escritura. No porque escriba siempre, pero sí lo hago con bastante continuidad. Depende del tiempo de que disponga, pero sino, me lo hago. Ahora bien, todo está dirigido a evitar quedarme pensando ante la página en blanco. Pero yo no tengo ese problema, siempre llego con algo en la cabeza, preparado. Supongo que eso es una característica obsesiva. Pienso mucho, antes, y después, hago guiones, esbozos, y a veces hasta planos. Trato de -sea la pieza corta o larga- hacerme un tiempo que permita contenerla, tener cierta continuidad, por lo menos varios días de la semana, unas horas. Pero no demasiadas, porque me parece que una cosa fundamental es no dar nunca líneas por perdidas, y a partir de cierto momento, si uno se pone muy ansioso por seguir adelante, se permite más licencias. Una cosa es el trance, el abandono, y otra ‘pongo esto y después lo arreglo’. Porque para mí está visto que lo que ponés mal, con la idea de arreglarlo después, no se arregla, siempre lleva la impronta de la primer chantapufeada. De las muchas relaciones que puede entablar la prosa con la poesía, lo que para mí es fundamental es que no existe estopa. Yo no quiero relleno en la prosa, quiero que las transiciones estén plenas. Si un tipo va de un lugar a otro, y el viaje se cuenta, que ese viaje esté pleno, porque sino, no lo escribo. Pero también tengo que decidir si cuento el viaje o no , y si en el viaje está pasando algo, prestarle mucha atención. Pero para cualquiera de estas posibilidades, tengo que estar lo más lúcido posible.

Para ir terminando, ¿qué clase de virtud es esa amabilidad que ejerce Dainez, el personaje de Un hombre amable, y que parece un rasgo casi zen?

Hay una palabra sánscrita, que utiliza mucho una escuela del budismo que es la que más me interesa, un budismo muy radical para el cual el mundo no tiene ningún fundamento, pero que también predica que el nirvana es el samsara. El samsara es el mundo del caído, el de la cadena de las reencarnaciones, la mentira, la ilusión. Pero Arjuna dice: el nirvana es el samsara, el samsara es el nirvana, la realidad es el vacío, el vacío es la realidad. Lo mismo que dice Leopardi: lo máximo que uno puede llegar a saber, el grado máximo del conocimiento, es reconocer que lo que uno tiene que conocer es lo que está delante de sus ojos. Esta escuela budista dice más o menos lo mismo, y habla de una disposición ante las cosas inmediatas, para vencer las mediaciones, que se llama maitri. Eso vendría a ser la amabilidad de Dainez. Pero yo no creo que Dainez se plantee eso ni nada por el estilo. Es la amabilidad que te lleva a decir ‘perdón’ cuando empujás a un tipo por la calle. La amabilidad en el sentido de la convivencia cívica. Un civismo que la sociedad burguesa ya olvidó que había propugnado, y por encima del cual pasamos los que queríamos la revolución porque pensamos que era una virtud burguesa sin darnos cuenta de que los burgueses ni siquiera la tenían. Es decir, una disposición de apertura, y lo que los pibes llaman ‘buena onda’. Porque se habla mucho ahora de ética, de valores, no robar, tener dignidad, ser incorruptible, todo muy bien, pero fijáte cómo tratás al que tenés al lado y al que ves todos los días. Entonces, en un mundo tan desestructurado, una sociedad tan invertebrada como la nuestra, este tipo empieza por la unidad elemental que creo, es una forma de evitar caer en el fascismo. El se tiene que salvar, es un tipo que está muy mal, perdió el trabajo, su clase social, ideales revolucionarios, se da cuenta no sólo que la derrota es muy grande, sino de la perplejidad ante el error por cómo debía ser un mundo distinto. Esa perplejidad es enorme, y entonces tiene que pensar desde niveles elementales y en principio arreglárselas con lo que tiene inmediatamente al lado para que el roce no produzca sufrimiento. Entonces él trata de eliminar los roces, y la única manera es ofrecerse, con buena disposición.

“No tengo el problema de la página en blanco.
Siempre llego con algo en la cabeza, preparado”

Vinculada con la pregunta anterior, y parte de su respuesta, ¿piensa que la literatura puede pretender cambiar el mundo?

(Piensa) Y... nada garantiza que un tipo que haya leído los libros más cargados de experiencias iluminadoras, como En busca del tiempo perdido, esté inmunizado de por vida contra pegarle a sus hijos o a su mujer. Quiero creer que consiste en la entrega. Hay tanta energía, pasión, intelecto pleno puesto en un libro como el que mencioné que algo de eso tiene que quedar inoculado si la lectura es abierta y profunda. Entonces, me parece que sí, la gente sale mejor de la lectura de algunos libros, e incluso de algunos libros profundamente repulsivos, como los de Cèline. Hay un momento en Viaje al fin de la noche en que el protagonista, Bardamu, que está en Africa, trabajando para unos traficantes de marfil, y es un tipo aciago, rastrero, y se pasa el libro puteando a la humanidad, y diciendo que el mundo es una porquería, comparte la habitación con un hombre al que detesta, y ve que todas las noches, cuando apagan la luz, hace algo. Entonces una vez le pregunta qué hace, y el otro dice: esta es la hora en que miro una foto. Y saca de un cofrecito una foto de una hija o una sobrinita, en todo caso una niña que en cierto modo depende de él. Y el tipo le cuenta que en realidad está trabajando ahí para mantener a esa niña, y que todo lo que gana lo envía para eso. Y Bardamu dice algo así como ‘yo, que odio a la humanidad, que he estado en la guerra, y vi lo peor de los hombres, no me atreví a hacer lo que debía haber hecho, que era ir hasta su cama y darle un beso a ese sujeto.’

 

Por Francisco Alí Brochoud
de la redacción de El Territorio

 

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