El testamento de O'Jaral - Capítulo 1
de "El testamento de O'Jaral", de Marcelo Cohen. Publicado en 1995 por Anaya y Mario Muchnik, Madrid. ©1995 Marcelo Cohen.
I
Al principio había un llano, y una
leve claridad de otoño, y una vía, una sola, que cruzaba la distancia sin
revelar dirección ni sentido. A cada lado del terraplén se extendía la misma
intemperie vaporosa, menos verde que azulada, de pasto revuelto por la brisa y
tomillo reseco y cardos un poco ateridos, y contra los durmientes agrietados,
tapando los tirafondos, la ortiga crecía cómodamente, casi como una prueba de
que los rieles nunca habían pretendido ordenar ese espacio. Una hora antes no
habría sido fácil decidir dónde quedaba ahí el norte, o el oeste para el
caso. Pero ahora estaba el sol, que muy demorado, como si quisiera retirarse y
asomar en otro punto, empezaba a subir desde uno de los confines donde la vía
daba la impresión de perderse, y le arrancaba a la grava un brillo intermitente
como un juego de señales.
En contra de ese centelleo, arrugando el ceño por el
vano esfuerzo de interpretarlo, dos hombres avanzaban por un camino de ripio
paralelo a los rieles. Si esto fuera un cuadro, podría decirse que habían
aparecido por la derecha, como si la niebla los hubiera escupido antes de
agonizar en una miríada de hilachas.
Caminaban a buen paso. De uno, que hundía las manos en
los bolsillos, no cabe contar mucho porque su papel en esta historia es
decisivo, cierto, pero fugaz; sólo que era alto, lento, y que el abrigo de
tweed y la barba plateada no le atenuaban el aire de embarazo. El otro ágil,
abundante de fuerza, se movía hendiendo el aire con una mirada verde y
refractaria, con el infeccioso morro de barracuda. El polvo del camino no
lograba ensuciarle el pelo negro, marcado sobre la oreja izquierda por una larga
mota amarillenta, pero se confundía con la untuosa piel marrón. Llevaba
zapatos de taco grueso, porque era más bien bajo, traje beige deportivo, maletín
en la mano derecha y una corbata de seda turca amplia como un babero estampado.
De vez en cuando se paraba a mirar algo en el camino, una oruga, una vaquita de
San Antonio, quizá para confirmar que era él quien controlaba la urgencia
propia y la ajena. Esto no debe importar más que lo anterior, ni menos. Era un
rasgo, como las largas pestañas de muñeco, que le nacían hasta de los
lagrimales, o la costumbre enfática de estirar el cuello y carraspear al mismo
tiempo.
Unas flores, las maltrechas achicorias que habían
subsistido al verano, se doblaron al ruido imprevisto de las suelas. Aunque la
pareja de hombres no era macabra, dejaba en el llano una ominosa estela de
determinación.
Por un rato pareció que no iban a llegar a ninguna parte. Pero el del maletín
no dudaba, y llegaron. De lejos los atacó un resplandor nuevo que al tiempo
resultó ser una laguna. La vía pasaba junto al agua, separándola de una
casita que en seguida se empezó a definir, rodeada de alambre de malla, y en
otras épocas había sido una estación. Frente al portón de la alambrada se
acababa el camino. Un metro antes, a un costado, había un tilo bastante alto y
al otro un poste de luz. Los hombres estaban a un tiro de piedra cuando la
sorpresa los frenó en seco. Entre el poste y el tilo se estiraba una trama de
estrellas minúsculas, serenas, titilantes, una vía láctea de la mañana
precoz que fascinaba con su llamado incoloro. Eran gotas de agua; flotantes, es
probable que pensaran los aparecidos. Pero no.
Cuando se acercaron a tocar, las manos se les enredaron
en un tejido resistente pero casi insustancial, ligerísimos hilos de perlón
opaco donde el rocío, celoso en sus usos matutinos, iba a durar hasta que el
sol le diera de lleno. Dos dedos del barbudo tironearon de un fleco; hubo un
cimbronazo en una rama del tilo, dentro del follaje se activó un dispositivo y
antes de que los hombres lograran girarse otras redes cayeron del vacío y les
cerraron la retaguardia y los flancos con un revuelo de gotitas.
Más que atrapados se quedaron duros. Era ridículo,
pero el portón parecía tan inaccesible como el pato que, a la izquierda,
acababa de alzar vuelo entre los juncos. Entonces, en ese momento, vieron al
hombre sentado en el suelo delante de la casita. Tenía la espalda contra la
pared, un machete sobre los muslos y los labios pálidos y los ojos azules
fruncidos de disgusto. De perfil a ellos, miraba el vestigio de andén que tenía
enfrente, la vía y la laguna, y también él parecía haberse concretado de
golpe, aunque no como un intruso sino como una supuración ritual de la casa,
tanta era la tranquilidad con que el paisaje lo aceptaba.
Claro que él no estaba tranquilo. No habría podido. Se
llamaba O'Jaral.
O'Jaral era traductor. Nadie le había enseñado
el oficio pero él no pensaba que la falta de maestros fuera un con tratiempo.
Como la mayor parte de lo que sabía, y en cierta forma sabía muchísimo, todo
lo que el oficio de mandaba lo había aprendido por su cuenta: tres o cuatro
idiomas extranjeros, lo correcto y lo comprensible en el suyo, métodos para
atacar lo intraducible hasta eliminar lo sin gracia, maniobras de simplificación
que irritaban a los escasos lectores enterados y en general complacían a un público
que, si por lealtad a su función compraba libros, los hojeaba y recorría
incluso, rara vez los leía. Sin embargo, ningún remordimiento, no al menos por
esto torturaba la disposición de O'Jaral; con lo que pagaban por su trabajo se
vivía a duras penas, pero él era competente y escrupuloso.
Había traducido sagas cósmicas, folletines de enredos
vecinales, catálogos de gemas y catálogos de muebles, las memorias de una
melancólica que alguien había encerra do en un manicomio y entre los locos se
había vuelto casi loca, una enciclopedia de economía doméstica, manuales de
cocina oriental o de iniciación a las finanzas, biografías de banqueros y de
cantantes de ópera y de asesinos rege nerados. Ahora, por la gracia de un
Editor audacísimo, traducía las novelas de Richard Mulligany, historias de un
mundo prismático donde, pese a todo, una secretaria po día enriquecerse en la
Bolsa contra las maquinaciones de los oligopolios, una familia no desmembrarse,
un grupo de trabajadores defender su estabilidad combatiendo el crimen a su
antojo o un comerciante arruinado por la guerra, aunque porfiado y sagaz,
erigirse en líder y protector de la gente industriosa. En el mundo de Mulligany
los gobiernos eran indiferentes; la justicia inepta. La única ayuda de los
inconformes, la invariable heroína de esas inversiones románticas, era la dueña
de una cadena televisiva dedicada al individualismo económico y la ecología
Melody Mong, una china cordial y angulosa, físicamente temible, moralmente
ubicua. El lema de Mong, La vía de nuestro triunfo no pasa por la ingenuidad,
había llegado a ser el de millones de lectores de varios países, y sobre todo
el de decenas de millones de espectadores que seguían las versiones fílmicas y
televisivas de sus andanzas.
Mulligany era un escritor torrencial. Cuatro consorcios se
turnaban para pagar dinerales por sus frecuentes manuscritos. Pero el Editor que
empleaba a O'Jaral, un editor de los llamados pequeños, publicaba sin falta
cada entrega de las aventuras de Melody Mong sin pagarle un centavo a nadie,
salvo a O'Jaral. Compraba un ejemplar en inglés, lo hacía traducir y derramaba
en el mercado, como mierda que algún procedimiento vuelve ornamental, un casi
sinnúmero de copias de tapa estridente y papel tosco. Los vendía baratos y, al
revés que la competencia, los vendía todos.
Siempre huyendo de los escuadrones del Comisariado de
Publicaciones, el Editor vivía en una camioneta, o en varias, y se movía en
trayectorias imprevisibles munido de equipos de comunicación, edición y
autodefensa. O'Jaral lo había visto una vez o dos, porque al Editor le gustaba
conocer a su gente, pero por lo general se comunicaba con él por mensajes
cifrados. Cada tanto, indefectiblemente por la mañana, un libro nuevo de
Mulligany aparecía en la jaula sin canario que O'Jaral tenía en el patio, al
fondo de la casita. Cuando terminaba de traducir un capítulo, O'Jaral iba a
dejar el diskette en un escondite donde a cambio lo esperaba el dinero. Esos
viajes los hacía en bicicleta.
Más que para otros, para O'Jaral el tiempo, el tiempo
abstracto o ilimitado que zumba y esquiva, era un vahído enloquecedor. Por eso
nunca le faltaban varios almanaques, y estaba seguro de que hacía cuatro años,
dos meses, dos semanas y seis días que trabajaba para ese Editor. Si las
traducciones de O'Jaral se vendían mejor que otras no era sólo por el precio,
sino porque O'Jaral sabía empobrecer el comedido estilo de Mulligany con el
tono, la inflexión, la arbitrariedad justas para provocar en el público un éxtasis
de chatura. Por dar un ejemplo, O'Jaral tenía el talento de, donde habría
debido decir la camisa limpia, poner la camisa inmaculada o mejor aquella
inmaculada camisa.
De, donde habría debido decir Paul sudaba, poner Paul
tenía la frente perlada de sudor. O, a tono con los hallazgos del
periodismo, Su frente perlada en sudor.
Aunque no sólo era talento. O'Jaral podía permitirse esos
chistes porque guardaba en el cráneo, bien que comprimida y en ebullición incómoda,
la totalidad de los conocimientos linguísticos útiles. Y otras totalidades
también.
El Editor, pirata inveterado, no era parco en gratitud; y le
cedía a O'Jaral una de las estaciones del ferrocarril de la Pampa de Alunco,
una línea abandonada que había comprado para especular en el futuro, en caso
de que hubiera. Este dato no sobra, porque O'Jaral aprovechaba a lo grande ese
refugio casi diluido en la vacuidad del llano. Él mismo se habría vuelto
invisible, de haber podido, o delgadísimo entre lo aparente. La tarea que
O'Jaral tenía que cumplir se alimentaba mejor de aislamiento. Nadie fuera a
acusarlo de crápula o mercenario, entonces, si tergiversaba a conciencia la
prosa de un triunfador. Mucho peor era triturar el idioma en sentido amplio, y
ni siquiera eso le daba pena; de algo tenía que vivir, más aún conociendo la
importancia de su destino. Y tampoco es que fuera indiferente, como la luz
amplia que lo rodeaba o los yuyos del campo. En todo caso era optimista: si lo
dejaban en paz, creía, su empeño iba a rendir un fruto más que suficiente
para redimirlo de infamias menores, y con él a muchos más. Un fruto portentoso,
se decía a veces, muy pocas, entre dientes.
Por eso vivía expectante. La tensión era su elemento. La
rutina del esfuerzo su segunda naturaleza.
Desde el cerco sutil de rocío, los dos aparecidos miran las
tejas de la casita, la impenetrable, inconstante blancura de las paredes, como
dos hurones estrellados contra una emanación de su instinto. No hay una sola
planta, ni bajo la arcada del frente ni en los alféizares, nada que la brisa
pueda conmover. La casa se ofrece como una expresión severa, anquilosada a
fuerza de austeridad y porfía, y quizá por eso los aparecidos no se debaten.
Esperan, como parece esperar el hombre sentado junto a la puerta, pero además
ellos no tienen miedo. Suculentos dossieres y su propia memoria les han
asegurado, casi les aseguran, que el hombre no va a usar el machete contra
ellos. Les extraña no obstante que no reaccione, y la red de perlón les lame
las caras.
Como si le costara subir, el sol deja en el cielo un nacarado
rastro de babosa. En la antena parabólica de la casa un benteveo mantiene el
pico abierto, y el retraso de su canto es una porción de infinito.
Desde los ojos que no parpadean, desde la mandíbula
obstinada de O'Jaral hasta los ojos verdes del más bajo de los aparecidos, una
camuflada línea de tensión vibra en el silencio y empieza a borrar el paisaje.
O'Jaral se afinca en el machete y se incorpora. Lo más cercano a él de la mañana
se agita apenas, pero el mundo y la actividad que el mundo exige ha sido
reemplazado por el recuerdo.
Temores, fobias, rabias, estrategias, maniobras de
coordinacion y respuesta se activan tumultuosamente mientras el caudal del
pasado, con un rugido lúgubre, desborda embalses, parte represas, anega prados
que podrían ser fértiles, rebasa lechos y colma los porosos desfiladeros del
presente. La piel de la frente de O'Jaral trasluce ese fragor: autónomos
mecanismos puestos en marcha por la amenaza.
Es un momento, nada más. En seguida los intrusos lo ven
acercarse, parece que más calmado. Pero nada de calma, desde luego. O'Jaral se
ha repuesto porque es voluntad pura.
Ahí está. Pelo color cerveza clara, áspero, bien cortado
por él mismo. Una silueta de pino un momento, al siguiente de caoba, un aire de
contención poderosa y coyunturas adiestradas, las grandes manos sin sosiego y
esa nariz chata, esos ojos vigilantes de gato siamés. Un metro ochenta y cuatro
de fibra insomne. Tricota descolorida pero pulcra, verde oscuro, la neurasténica
perfección de un remiendo en los pantalones. Y el gañote largo que de vez en
cuando se hincha, como acusando un exceso de alarma, y en seguida adelgaza como
si se la hubiera endosado al aire.
El más bajo de los dos hombres estiró el cuello,
carraspeó y se ajustó el nudo de la corbata floreada, descargando en la red un
codazo que levantó chispas de rocío. Intentó, mientras O'Jaral llegaba a la
alambrada, calcular si la expresión era de asombro o de susto. O'Jaral abrió
el portón y se acercó a la red con el machete en la mano. En la antena cantó
el benteveo.
"¿Señores?", dijo O'Jaral, y la voz imprevista
era amable y convincente.
"Buenos días", dijo el intruso que mandaba.
"Soy Badaraco. ¿Te acordás?"
Un leve asentimiento.
"Sí, claro. Patín Badaraco", murmuró O'Jaral, y
los dientes le rechinaron como si violentas operaciones de búsqueda y
recuperación se hubieran detenido ante un fichero quemado. "Dieciocho años..."
"Y pico." Con un ademán drástico, la mano de
Badaraco cerró el caso y pasó a señalar al otro hombre, que movió la cabeza
antes de que lo nombraran: "Aquí, el doctor Vioth, sé que también
conocido tuyo."
Esperó un rato a que el miedo hiciera efecto. Iba a agregar
algo cuando O'Jaral apoyó el machete en el suelo: "¿Qué quieren?"
"Primero", dijo Badaraco, "salir de acá.
Demasiado deslumbrante este efecto para estropearlo con un cortaplumas. ¿O
tengo que...?"
"No podrías", dijo O'Jaral. Dando un paso hacia el
tilo, alzó la mano hasta una horqueta y la metió en un nido. Clic. Las redes
cayeron plácidamente dejando en el aire una ráfaga de rocío y el vuelo de una
hoja cobriza. Los intrusos pestañearon como si el paisaje hubiera vuelto a
imponerse, olor de leña y dormidera, más allá de la vía el resplandor de la
laguna.
"Ingeniosa la trampita, claro que sí", dijo
Badaraco, y el barbudo meneó la cabeza y se secó las manos en la solapa del
abrigo de tweed y, como O'Jaral se había dado vuelta sin decir palabra, lo
siguieron los dos hasta la arcada del frente de la casa. Había un banco de
hierro; de haber sido un hombre soñador, el Patín Badaraco habría visto, ya
resecas, las lágrimas de alguien, cualquiera, que en los tiempos en que aquello
era una estación había esperado el tren para partir no se sabía hacia adónde.
Pero usó el banco para sentarse. Apoyó el maletín en las rodillas. A su lado
el doctor Vioth, solemne pero apocado, y enfrente O'Jaral en un cajón de
limonada.
¿Y qué más?"
"Vayamos por partes", dijo Badaraco. Los ojos
verdes no conseguían definir la crispación de O'Jaral. La voz era un tableteo,
y no obstante más anodina que un tono de discar. "Traigo las manos limpias
y vacías, esto ante todo. Hay un consorcio que yo vengo a representar y que
impulsa diversas actividades positivas: tenemos prensa escrita, espectáculos,
arte, servicios médicos y farmacéuticos, industria química y electrónica.
Hay una idea del crecimiento. Hay un apego a las reglas de convivencia democrática.
Fe en la competencia como motor del crecimiento; emulación franca e
igualitaria. Y hay una invitación a que todo el mundo dé la cara. Claro que sí.
También pensamos que el crecimiento necesita cierto grado de conflicto. A mí
me importa un pito lo que vos opinés, O'Jaral. Consumo, pensamos nosotros,
significa estabilidad; estabilidad sin estancamiento significa armonía. Para
que no reine una quietud de muerte se necesitan ciertas polaridades, la
contradicción dialéctica que acerca la vida al ritmo natural. Los individuos
satisfechos por el consumo o aspirantes al consumo se mueven en una sola dirección,
y muchas veces se quedan quietos, quietos, claro que sí. Por eso nuestro
consorcio acepta con entusiasmo a los resistentes, a los opositores; son un
fermento necesario: de las nociones equivocadas que propaga esa gente nacen
inquietudes, de las inquietudes nuevos deseos en el ciudadano, y nosotros, con
nuestra experiencia, introducimos las correcciones necesarias. Alentamos la crítica
y a veces la financiamos. Ahora bien: la dispersión, el desmembramiento, el
rencor en las sombras, la agresividad sin salida, eso no nos gusta nada nada. Qué
decirte de la indiferencia, ¿no?"
Un párpado de O'Jaral tembló díscolamente. Se le hinchó
el cuello y los tejidos se apuraron en depositar la angustia en el aire, que
tras embolsarla se la llevó a otra parte. Pero Badaraco también estaba
sorprendido: en la piel de O'Jaral había un lustre intemporal; aunque tal vez
ya no fuese frescura sino un producto extremo del control, una tirantez sedosa
que, tocada por la simple aceptación del cansancio, tal vez se habría hecho
polvo como un pergamino apolillado.
A su vez O'Jaral, que tenía un interés personal por las
dentaduras, no evitó observar la de Badaraco, una obra de restauración que debía
valer un dineral. ''¿Es muy poderoso tu consorcio, Patín?", dijo.
"No es mío. Yo soy de él. Por decisión
razonada."
"¿Y a qué debo la visita?"
"Hay una serie de acontecimientos que nos parecen
preocupantes. No digo funestos, digo preocupantes. Deserción en ciertas
escuelas y universidades, y en otras una presencia exagerada y como, y como
muda. Ataques a la competitividad laboral. Desinterés creciente por las
encuestas de opinión y los festivales de música. Descenso en los índices de
actividad mental consciente. No es la ingenuidad aceptable de bombardear comisarías
o secuestrar periodistas. Periodistas y policías tenemos muchos, pero economía
una sola, y depende de la participación política, de la clase que sea. Es un
rechazo deliberado a la información, y a la formación, cuando no una
indiferencia casi vegetal. Todo mezclado con una cadena de falsificaciones:
alguien interfiere programas de tele con noticias ridículas y el mercado artístico
con duplicados perfectos. Tienen dobles de muchísimos actores conocidos, de
modelos y de locutores, y hacen unas propagandas falsas de productos que no
existen. Nadie se cree nada, pero, ¿de dónde los sacan? Se colaron en la
industria química y adulteran fármacos.
"Cómo has aprendido a hablar, Patin", murmuró
O'Jaral.
"Extorsionan con fotos y grabaciones fraguadas, no a
gente notable sino a simples profesionales. A la mujer de Pérez, el obstetra,
le llega una foto de su marido ofreciéndole el culo a un cirujano. Jacinto el
arquitecto recibe una cinta con la discusión que tuvo con la mujer, el ruido de
los golpes y los alaridos de ella y el llanto de los chicos. Parte del método
es una mezcla de acoso, perturbación y ambivalencia. Tientan a la gente con
ofertas depravadas. Tienen casas de masajes con curas y parlamentarios que
parecen de verdad. De ambos sexos. Si las denunciamos públicamente o las
saboteamos, se alarman la curia y el electorado. Si las aceptamos se reproducen.
Como las sectas; todos los días una nueva: sectas que no adoran nada. Es muy
fastidioso y prefiero no extenderme. Aunque en el fondo estos sujetos son
inocuos, es muy difícil entrarles precisamente porque son inocuos. Quiero
decir: lo molesto, lo disolvente, es que no tienen objetivos. ¿Cómo pueden
volverse influyentes sin un programa? La gente se ríe de ellos, pero no sabe
quiénes son. Muchos se ríen de histeria. Es por el desconcierto. Ellos no
tienen objetivos, parece que no tienen. No quieren llegar a ninguna parte, no
tienen un partido, no quieren crecer, no quieren avanzar ni subir ni asaltar, no
quieren ser nada de lo mucho que se les propone. Dinero no es que tengan
demasiado. Lo que más hacen, la verdad, es pintar consignas raras: La esencia
del votante es su perfume, taradeces por el estilo. Todo esto es muy
preocupante ahora que el país se apresta a celebrar el referéndum sobre la
anexión al Sistema Panatlántico."
"No es problema mío", dijo O'Jaral.
"En definitiva: no sabemos", dijo Badaraco.
"Pero tenemos razones para pensar que una de las eminencias grises de esa
gentuza, si no la eminencia, es el Galgo Ravinkel".
En un área septentrional de la carne de O'Jaral se contrae
un músculo. Duele. Es una reacción, disimulable por supuesto, pero no de las
comunes. Por encima del hombro O'Jaral mira la laguna. Tiene la impresión de
que la superficie se arquea, como si el pasado deformase todo, y entre los
juncos se le impone la figura del Galgo Ravinkel tal como era las últimas veces
que lo vio, dieciocho años atrás: hirsuto, grandote, encorvado, no tanto un
galgo como un oso o un mamut, si valieran las comparaciones. Sin embargo,
siempre lo llamaron Galgo, a pesar incluso de las pecas.
O'Jaral respira hondo. Por la nariz.
Nada de esto tiene importancia, ni la va a tener aunque
tenga, intenta pensar: Es un estorbo, es un incidente. Voy a seguir adelante.
"No tienen objetivos", repitió el Patín.
"Son escoria."
"Sabrás bien que yo no tengo la menor idea de dónde
está Ravinkel", dijo la voz diáfana de O'Jaral.
"Indudablemente. Pero no te va a ser difícil
encontrarlo."
"¿Y por qué lo tengo que buscar?"
El morro de Badaraco se volvió a la derecha. Sin salir de su
adormecido vasallaje, y sin necesidad, el de la barba se alisó el abrigo. También
él podía mostrar los dientes sin complejos.
"Si me tomé la molestia de traer al doctor Vioth fue
para convencerte de que conocemos perfectamente tus desvelos, O'Jaral. ¿Aprecio
que lo tenés bien presente, al doctor? Un metro ochenta de seriedad
profesional. Un testimonio vivo. O sea que, te resumo: vos necesitás tiempo.
Nosotros te lo damos a cambio de que encuentres al Galgo.
El Galgo Ravinkel era
el hijo de un hombre con el cual muchos, tantos años atrás, la madre de
O'Jaral se había casado por motivos que de nada servía recordar. Después de
un tiempo de matrimonio y un tiempo de separación la madre de O'Jaral se había
suicidado. El padre del Galgo había vuelto a casarse y abandonado de sopetón,
exactamente en la calle, al hijo de algo más de diecinueve años y al hijastro
de trece. Esa diferencia de edad entre los dos parias era un hecho que, pese a
las resistencias de O'Jaral, a su memoria le gustaba ventilar a menudo. Tal vez
tuviera razón, porque gracias al Galgo, que lo había protegido y ya de joven
se las arreglaba muy bien, O'Jaral no había terminado loco, insistía la
memoria, ni comido por las pulgas. Durante años habían estado juntos, salvándose.
Épocas de frío atemperado con papel de diario en los
zapatos, de latas de sardinas en muebles torcidos, de barrios de luz pastosa que
volvía más ajenos los componentes caros de la realidad. Habían deambulado los
dos por pensiones e inquilinatos, entre vahos de caldos grasientos, opacos a la
mugre y la compasión, el Galgo en un sostenido avance del aprendizaje a la
solidez, lavacoches, chófer, camillero que estudiaba de noche, anestesista,
fortificado en su exuberancia cada vez más rabiosa, y O'Jaral siempre a la
rastra, seguro en la emulación de su hermanastro pero más perplejo que él
ante las amplias gamas del dolor. Una gran obra del resentimiento, terroríficamente
activa, el medio hermano grande, y el chico un boceto prometedor pero atrofiado.
Y sin embargo O'Jaral era demasiado arisco para gozar los
provechos de la carrera de huérfano. En el fondo de su inercia pánfila había
ya una fibra alerta, una aspiración a ser, y ser no cualquier cosa sino, de
preferencia, algo único. No bien pudo salir del aturdimiento se encontró
pensando por su cuenta. Como una planta afectada por un abono tardío, su
pensamiento, más en la pieza de pensión que los dos compartían, empezó a
chocar con las expansivas, autoritarias esferas del pensamiento del Galgo.
Los dos veían lo que veían tantos y tantos no veían : el
desmayo del raquítico en la calle, la macilenta estolidez del comerciante y su señora,
el teléfono en la mano enjoyada de la locutora televisiva. (Sí, y la vileza
del opresor, la contumacia del orgulloso, la demora de la ley, la insolencia del
funcionario...) Las insaldables deudas espirituales que la inflación imponía
al consumidor vitalicio. El platito de fideos del que nunca consumiría otra
cosa. Los ritos concentracionarios de la democracia. El pobre como reo. El
ciudadano como deportado.
Y coincidían en la pregunta evidente: Qué hacer.
Pero lo que en el Galgo era odio, desprecio maximalista,
ensueños de aniquilamiento y secundarios planes de refacción del mundo, en
O'Jaral era apenas una incomodidad leve, oscura como un rumor crispado de los
huesos.
Como quien se entrega al futuro para conocerse, y entonces sólo
concibe el futuro inmediato, un día el Galgo entró en un grupo clandestino. Al
fin y al cabo era un judío laico, y languidecía por encontrar un dios de
aspecto secular. Por eso encabezó una fracción en el grupo y fundó otro; así
cuatro veces hasta que se dejó reclutar, con rango de dirigente, por una
organización insurreccional poderosa. Alquiló un departamentito y se llevó a
vivir con él a O'Jaral, a una chica que llamaban Mirta y a un camarada
temerario y expeditivo, el Patín Badaraco. Los dobles fondos de los armarios se
llenaron de granadas, dinero, pasquines, instrumental médico. Los primeros
disparos, la primera sangre salida de cuerpo humano, despertaron en O'Jaral
menos miedo que escepticismo repugnado. No lo impresionaba la muerte; no entendía
bien qué quería decir. Si algo lo irritaba del ideario del Galgo era que para
ejercer el odio contra unos necesitara persuadirse de su amor por otros; o
viceversa. En la revolución que pregonaba el grupo, y hasta en su detallado
programa social, O'Jaral veía un exceso de inarmonía, de mescolanza e
impureza. No toleraba la violencia de que un mero aliado, sin pedir permiso, se
convirtiera de golpe en compañero o amigo. Todo compromiso podía volverse
lastre: eso pensaba. Y que él, O'Jaral, aún tenía que organizarse a sí
mismo.
Con la incomodidad que le producía el mundo, su pensamiento
amasó una bola de convicción , dentro de la cual quería germinar una idea: Lo
que hay que hacer es pensar lo que hay que hacer. Pero aunque hubiera podido
articularla no se la habría contado al Galgo, porque la razón de la vida del
Galgo ya era el choque, y discutir con él se había vuelto peligroso.
Simplemente le dijo que se iba.
Vituperado por blandito, vacilante en su madurez O'Jaral
procuró inútilmente despedirse del Galgo con cariño. Cualquier emoción se
quemó en insultos.
Última imagen: los colosales hombros agobiados del Galgo, la
gran pelambre. Los lamparones de sudor en la camisa, bajo los sobacos, como una
errónea realización del deseo. La nariz judía despidiendo humo como el tubo
de un motor que sólo se puede parar destruyéndolo.
Desde la tercera o cuarta prueba de una independencia sombría,
una habitación empapelada cuyo alquiler pagaba con su trabajo, algunos meses
después O'Jaral iba a enterarse de que el Cuerpo Interamericano de Seguridad
había neutralizado, mediante exterminio sobre todo al grupo subversivo donde
militaba el Galgo y a una docena de grupos más, aparte de supuestas redes de
insumisión civil. Vio la foto del cadáver de Mirta, una silueta de materia
lunar coronando una pila de muertos, con un cráter rojo en el centro, y un
documental sobre reeducación de inadaptados sociales cuya estrella era el Patín
Badaraco. Los diarios no hablaban de Ravinkel, y O'Jaral evitó indagar por
altivez y por prudencia.
Eran los dos sentimientos que lo acunaban, ahora, y empezaba
a temer que ninguna prudencia le alcanzara.
Porque alguien lo estaba hostigando.
Una mirada aviesa desde la cabina telefónica de la esquina:
y él retrocedía velozmente pero ya no había nadie. Un pinchazo anónimo en el
tren repleto, jamón podrido en una pizza de encargo, rasguños como de rata en
la pintura del baño, sus cintas con clases de inglés borradas de repente. Una
noche se lo llevaron preso por estar sentado en una plaza, le hicieron muy pocas
preguntas, si no sabía que ellos vigilaban a los vagos, quién se pensaba que
era, y riéndose mucho lo devolvieron a la calle con una ceja abierta. Mirá la
pinta que tenés, le dijeron; y él se preguntó cuál era esa pinta. Después
hubo coches que lo salpicaban al pasar, y tocaban la bocina, y siempre los
ruidos de estática en la radio, periódicos, racionales. O'Jaral dedujo que
todos esos signos juntos formaban un mensaje, y el mensaje decía: Soy un
mensaje. De haberle parecido una maniobra de amedrentamiento se habría
tranquilizado, porque él no ocultaba nada. Pero eran signos solapados tenían
la calidad de los avisos, como si alguien le diera a entender que estaba al
tanto de algo. Quizá fuese un modo de vigilarlo, también de inducirlo.
¿A qué? Podía admitir que era hermanastro del Galgo y demostrar que había
dejado de tratarlo. No podía confesar que había empujado a su madre al
suicidio, porque no era cierto y ellos tenían que saberlo. Por otra parte ellos
no eran, no querían ser accesibles.
Ellos. O'Jaral los llamaba Los de Arriba de Todo.
Como había multiplicado la atención, por entonces descubrió
que también despertaba otros reflejos, en otra gente. Un ligero estupor en el
quiosquero. Atisbos de confianza o reverencia en la muchacha que vendía el pan.
Miradas sin meta caían sobre él en una plaza y se quedaban pegadas, como la
hoja mustia se pega al lomo sudado del ciervo esperando que la lleve a un país
de regeneración. Un día estuvo un buen rato evaluándose en el espejo. Vio los
rasgos de una prestancia fiable. Flaco, pelo como la avena, voz nítida y honda,
nariz chata de puente robusto, ojos de cuarzo azul, un poco juntos, y esos raros
labios pálidos. Los dientes, todos y sanos. Trabajaba en una fábrica de cartón
prensado, había llegado a jefe de turno. ¿Regeneración? No se asombró de ser
otro, ya, pero tampoco quiso adjudicar a la apariencia física esa, esa atracción
que ejercía en los demás; prefirió entenderla como el atisbo de algo por
venir: lo que vislumbraban en él era la posibilidad de una grandeza
exorbitante. No lo sabía con claridad, la gente; pero Los de Arriba de Todo sí,
y estaban interesados en él, preocupados por él. Estaban obsesionados.
Se dio cuenta de que iba a tener una revelación.
Tan imposible era prever cuándo como desentenderse y
olvidar.
Tal vez pasaran muchos años, a lo mejor toda la vida, pero
hasta para fingir era tarde, considerando que Los de Arriba de Todo ya lo habían
descubierto, por eso lo acechaban.
La fuerza de la certidumbre le permitió superar el pánico.
Parecía demasiado para él, pero no tenía por qué ser demasiado. Lo esencial
era controlar la excitación.
Agazapado, impaciente ante el surco que iba a dejar en el
mundo, se vio proyectado en un trayecto, definido por una meta. Por primera vez
sintió la confianza embriagadora de ser alguien, uno, exactamente O'Jaral.
Como si lo hubiera empujado un pálpito, desde hacía meses
se había acostumbrado a visitar las bibliotecas; por eso no le costó ponerse a
leer memorias, cartas, confesiones, ristras de proverbios o aforismos,
exposiciones de sistemas, cuadernos de notas y, a su pesar, hasta manifiestos:
el sinfín de variantes de una historia que, en distintas épocas, contaba cómo
a fuerza de concentración y de ahínco alguien había dado con una verdad
deslumbrante o, en un rapto cegador de inventiva, unido con soltura dos nociones
adversas en una síntesis abarcadora, inapelable hasta que otro descubrimiento
la desplazara. Teólogos, filósofos, astrónomos, sociólogos. Inventores.
Poetuchos. Era pasmoso descubrir que en el fondo un visionario no tenía
especialidad. Cada época producía el adecuado y algunas épocas producían
varios, de distintos tipos, delegando en la gente la responsabilidad de elegir
un camino. Al parecer, la gente no siempre se equivocaba. A veces distintas
soluciones se complementaban, Kepler-Newton-Kant, por ejemplo, y así servían
por más tiempo. O'Jaral tenía la esperanza, avalado como estaba por siglos de
experiencia, de dar él solo con un sistema bastante duradero. No muy complejo:
hermoso y practicable.
Hacía falta ser miope para no advertir, leyendo esos
informes de la experiencia, que la iluminación se trabajaba costosamente y
llegaba de improviso. Él no sólo ignoraba qué tipo de descubrimiento iba a
hacer, sino cuándo sucedería. Se dio cuenta de que su problema era el tiempo.
Pasó a ser, el tiempo, un bien ajeno y propio, como una guarida que sólo para
el refugiado contiene un trecho de horizonte.
Cambió más de una vez de trabajo y de pensión. Borró
huellas. Hizo todos los esfuerzos necesarios, y no necesitaba muchos, para
convertirse en un ciudadano difuso. Sin embargo, no dejó de ver señales de
persecución. Era un olor dulzón y coercitivo, sin duda el perfume
institucional que el poder imponía a sus agentes, que lo asaltaba de golpe para
acompañarlo horas enteras. Quizás Ellos, Los de Arriba de Todo,
creyeran que ya había tenido la revelación y buscaran arrancársela. Pero
entonces no habrían esperado para atacarlo. Y lo cierto era que esperaban.
Se estaba poniendo nervioso y no le convenía. Se le ocurrió
salirles al paso, ofrecer alguna información falsa sobre Ravinkel. Estaba casi
decidido cuando una mañana, lavándose los dientes, una serie de revelaciones
menores le sacudió el cuerpo como los temblores que siguen a una arcada.
Los de Arriba de Todo lo consideraban a él más peligroso y
más promisorio que al Galgo. Lo habían observado, sabían que iba a descubrir
algo trascendental y lo rondaban para exigirle una confesión exhaustiva en el
momento preciso. No se proponían matarlo sino obligarlo a colaborar con ellos.
Pero lo que menos deseaba O'Jaral era compartir obligatoriamente lo que el
destino le tenía deparado. También esto lo sospechaban ellos.
Sospechaban era aquí una palabra decisiva. Los únicos datos que ellos tenían,
en realidad, se los aportaba el examen continuo de las apariencias. Ellos no
estaban dentro de O'Jaral, no podían. La insistencia, la coacción, las
señales ambivalentes derivaban de una vacilación fundamental de Los de Arriba
de Todo: querían furiosamente apoderarse de lo que O'Jaral descubriera pero, lo
mismo que él, no sabían cuándo iba a descubrirlo. O'Jaral entendió que si el
proceso se demoraba la neurastenia podía llevarlos a convencerse de que la
revelación ya había sucedido, y actuar sin ton ni son, y apremiarlo vanamente
o aniquilarlo a fuerza de apremios. Así se iba a cumplir el consabido papel de
Los de Arriba de Todo o sus policías: frustrar obras trabajosas, privar al
mundo de buenas noticias.
La alternativa de compartir un conocimiento con ellos era
irrisoria. Fuera lo que fuera, ese conocimiento sería de la naturaleza
de lo que ellos no podrían entender nunca. Cuando se dio cuenta de esto le entró
un miedo terrible.
Aunque no sólo miedo. Como si una píldora tragada sin agua
le hubiera llenado el cuerpo de presciencia, O'Jaral también se sentía fuerte
y deseoso. Tenía que prepararse. Mental y físicamente: para estar apto cuando
recibiera el conocimiento, y para defender la posibilidad de recibirlo. Tenía
que saber todo.
Resolvió crearse una clandestinidad a medida. Alternar el
ocultamiento con las multitudes. Someter su vida a encogimiento. Cambiar de
lugares en zigzag. Hacerse traductor, un oficio portátil que parecía
inexistente.
Y antes de desvanecerse, para aliviar el pecho y poner la
cabeza en orden, tomó cita con un psiquiatra y en una sola sesión le contó su
vida y su secreto. El estatuario doctor Vioth opinó que O'Jaral debía tratarse
dos veces por semana. O'Jaral, ya purgado, no volvió nunca. O mejor dicho una
vez, sí, volvió pocos años más tarde, curtido por la disciplina, experto en
enmascararse, afilado por el saber y menos escrupuloso. La intención era
alertar a su tesorero espiritual de que le convenía no abrir la boca nunca, por
ninguna razón. Pero el doctor Vioth también se había hecho humo. En lugar del
consultorio O'Jaral se encontró con una asesoría jurídica, donde no tenía
nada que hacer.
[...]