En opaco mediodía  

(Tomado de la revista mil palabras - primavera 2001)

Una de las poquísimas polémicas que asomaron últimamente en nuestro mundo cultural giró en torno a la pobre capacidad de venta de la narrativa argentina, tema sin duda anodino. Este artículo es parte de un panfleto que describe ciertos aspectos de la contingencia social para explicar por qué es bueno que una discusión de esa índole deje fríos a tantos escritores.

Marcelo Cohen

Una lóbrega atmósfera de desaliento, efecto de los reveses financieros y el voluble destino del libro-mercancía, ha desatado en las editoriales argentinas la costumbre febril de publicar antologías narrativas de todo género, más o menos avaladas por ránkings, estadísticas y ovaciones opinionales. Este deslizamiento de la literatura hacia el torneo no es el único esfuerzo de los editores por adular al público para lograr que compre libros. Hay otros muchos, por ejemplo la promoción de historiadores que novelan vidas de próceres, o de novelistas que adornan hechos de la historia, o de narradores que transmiten con elegante llaneza las mieses de su memoria y su sensibilidad, o de periodistas que cosquillean la culpa rampantc recordando al ciudadano cuánto se le oculta la realidad decisiva -como si la realidad decisiva fuese el entretelen de la política y el espectáculo. Casi todos son esfuerzos vanos. Las únicas empresas editoriales que se salvan de la ruina son las que pueden producir locas cantidades de títulos que dejan ínfimos beneficios, o ninguno, y pagar los anticipos de dos o tres títulos vendedores. La sencilla razón del fracaso es que en Argentina hay un magro y menguante público para los libros.

También hay pocos lectores, pero en esta esfera el número se mantiene, dentro de todo. Un lector es un individuo con vocación, vicioso, infectado, empecinado, resuelto a buscar placeres difíciles, que tanto espera con alegría los libros nuevos como sale a rastrearlos cuando no se los ofrecen. En cambio el público es siempre un efecto social. Empieza a ser hora de que los editores asuman que la franja social argentina en condiciones de formar público, bien que viva de los réditos de su antiguo y alabado "nivel cultural" y una facundia guitarrera forjada en el gusto por la charla y la vulgata psicológica, viene embruteciéndose a ritmo sostenido. El público lector es una trémulo hilito de agua que se evapora, en vías de hacerse mítico. Poco queda de la burguesía europeizada que tapizaba de volúmenes encuadernados una parte de sus paredes, y se complacía en exhibirlos; igualmente poco queda de la pequeño burguesía hija de inmigrantes que invertía una responsable porción de su sueldo en la superación intelectual permanente, o al menos en el incremento de su capital sensible, porque esa actividad la satisfacía. Los viejos burgueses temen que el tiempo ofrendado a la lectura los excluya de los portentosos cambios de velocidad de la época y les reste poder operativo. Lo que queda de la aristocracia se esclerosa en la fantasía bucólica nacional. La pequeño burguesía jadea de cansancio y estrechez, se atiborra de datos económicos fugitivos y compensa la presión condicionante de la cultura del espectáculo con rituales escapadas al mercado espiritual o mágico, sólo algunas de las cuales incluyen abrir un libro que no corone la pena de leerlo con gramos de información rentable. El sinnúmero de trabajadores pobres, cuentapropistas, subempleados y desempleados, si acaso, satisface con revistas de chismes y microdiarios la mínima necesidad biológica de leer que a esta altura de la deriva evolutiva ha desarrollado nuestra especie. Los jóvenes consumidores tienen acceso a tal cantidad de artefactos para la amplificación de su ansiedad que, ocupados como están en propagarla, ignoran lo que podría darle cauce. Todo el mundo está un poco acelerado para sentarse largo rato a tolerar ese absorbente proceso por el cual montones de signos negros en una página en blanco van suscitando enteros mundos problemáticos en el cerebro del que los mira. Las nuevas capas ricas del mundo dual tienden a retirarse en sus arbolados

campos de exclusión de los otros (en donde viven como inclusos del sistema, en oposición complementaria a los presos o reclusos) surtidas de cuanto insumo haga falta para facilitar la vida doméstica y colmar las horas de ocio, excepto libros o cualquier obra artística que dispare un interrogante sobre el sentido de la vida y el ocio. Esa gente no tiene biblioteca. La escasez de público es tan grande que ha desaparecido el conjunto de esnobs cuya extraña obligación era ostentar las lecturas imprescindibles que con el tiempo serían éxitos del vulgo. Que los editores se desengañen: es dudoso que en esta coyuntura Boquitas pintadas o Rayuelo llegaran a ser los best-sellers que fueron en su momento; yo apostaría a que hoy tampoco sería un éxito de ventas Triste, solitario y final, la primera novela de un escritor tan dotado para la seducción como Osvaldo Soriano. Hoy la ambivalente, fastidiosa convivencia de todo humano con su yo -no ahondemos en esto- viene sublimándose en la inflación del yo en las galerías del ciberespacio, donde uno puede auto publicitarse hasta el estallido, manteniendo si quiere un prudente anonimato, o alternar con individuos de extracción y raza diversísimas sin el molesto expediente de sufrir su presencia física. Toneladas de narcótico neuronal cu forma de blablá chistoso, intrigas personales pseudo verídicas, culebrón costumbrista multiplicador de lo ya conocido, deporte amplificado, sudor sentimental y vitamina informativa caen sobre la mente receptora durante las dos horas promedio diarias de tevé que permiten sostener al día siguiente la conversación, cuando la hay, que en la menos letrada de las sociedades se nutría hasta no hace tanto del chisme, ese aglutinador comunitario. Por si fuera poco, miles -sí, muchos miles- de verdaderos lectores no tienen dinero para comprarse los libros que leerían con gran gusto; la situación es tan depravada que a menudo ni los "trabajadores de la cultura" pueden costearse los textos que necesitan para mejorar su cada vez más innecesaria labor. Pero no lloremos en la plaza, que sólo sirve para enaltecer esa desvergüenza que nuestra mitografía toma por franqueza conmovedora.

Los argentinos no leen, y no les importa no leer.

¿Por qué va a importarles? No tienen tiempo, les sobran problemas, vindican el resarcimiento de los dolores en la farra mata memorias y el placer repentino, y la cabeza les da vueltas de tanto hacer números para sobrevivir, cuando no están planificando la próxima excitación. Adoran la naturalidad bullanguera de la fuente audiovisual. Y además, ¿ha servido la poesía para que el mundo sea menos ignominioso? ¿Cuántos escritores de libros que nos venden como inmortales no han sido personalmente unos canallas? Muchos parecían incluso pelandrunes que en vivo y en directo sólo soltaban balbuceos, algo que es fácil evitar cuando se escribe cobardemente, sin dar la cara. No obstante, en el crepuscular, inconsecuente y hasta sarcástico fetichismo que aún hace del

libro un potencial paquete de saber noble, sigue palpitando, algo transformado, el antiguo amor por la lectura que el libro se esforzaba por retribuir: como si habláramos, o sea, de un pacto entre dos fuerzas libres. En tanto programa que incluye dosis semejantes de satisfacción y de brega, la lectura excluye la pereza. El lector es un sujeto —no cada vez el mismo para el mismo lector-que decide en igual grado en que se entrega. La defensa más elemental de la lectura que conozco proviene de Haroid Bloom, un crítico no poco dado a la arrogancia. "Leer es uno de los mayores placeres que proporciona la soledad, porque es el placer más curativo. Lo devuelve a uno a la otredad, sea la de uno mismo, la de los amigos o la de quienes pueden llegar a serlo... Leer es encontrar, entre lo que está cerca, aquello que puede usarse para sopesar y reflexionar, y que se dirige a uno como si compartiera la naturaleza única, libre de la tiranía del tiempo... Hay un Sublime del lector que me parece la única trascendencia a nuestro alcance, si exceptuamos esa trascendencia aún más precaria que llamamos enamoramiento. Los exhorto a leer profundamente, no para contradecir, sino para aprender a participar de esa naturaleza única que escribe y que lee."

Aunque el lúgubre pero pillín George Steincr ha tildado a Bloom de "rabino amateur", el sermón tiene su gracia: pensar en la lectura como aventurado paso hacia el afuera (de ningún modo hacia lo alto) permite apreciar al menos cuánto separa esa actitud de la visita a la librería monumental que enriquece con un libro los diversos ítems de la excursión de compras del sábado a la tarde. ¿Naturaleza única que escribe y que lee? "El viejo dicho de perderse en un libro", dice Su-san Sontag, "no es una fantasía vana sino una realidad modélica y adictiva. Por desgracia, nunca perdemos el yo, como tampoco podemos pisarnos los propios pies. Pero ese arrobamiento que es la lectura se parece lo bastante al trance como para hacernos sentir desprendidos del yo." Pero no. El slogan predominante tiene sus variaciones pero un solo contenido. Pisa el acelerador y deja el mundo atrás — ¿Cuánto hace que no te das ese gusto? -Y asi.

Desde luego que la situación se repite en muchos países; ignoramos si en Paquistán o Letonia, pero sin duda en los diez o veinte que más mencionan los noticieros. Sin embargo vienen a decirnos que en Argentina es más grave. En países como España o Chile, que el argentino gárrulo miró siempre por encima del hombro, se venden hoy más libros que acá, y puede que bastantes de esos libros se lean, y en las listas de best-sellers suelen destacar tres, cuatro o cinco novelistas locales. Ya se sabe que la poesía es un pasatiempo para bohemios o una locura de espíritus raros -si se obvia que en Buenos Aires hay actualmente unas dos docenas de recitales de poesía a la semana, cada cual con su respetable porción de asistentes. Y el cuento, bueno, el cuento es una gema que dura tan poco... ¡Pero cómo puede ser que no se vendan novelas! Tienta preguntarse si nos están proponiendo, incluso a los escritores, que atemos a los miembros del público al sofá \-, previa reeducación en el orgullo nacional de una cultura, les administremos colirio literario contra la nueva conjuntivitis crónica, que lejos estaríamos de atribuir a otra cosa que el smog. ¿Ponerles a Proust bajo la almohada para que les entre como el curso de inglés para aprender mientras se duerme? Sin embargo no. Lo que nos dicen es que en Chile y España, o México y Brasil, hay, como siempre ha habido en Francia y Estados Unidos, pléyades de novelistas modernos que con una adecuada reflexión sobre su oficio y una humilde voluntad de ejercerlo sin que sea una pérdida de tiempo han conquistado una alta potencia comunicativa, no habiendo resignado por eso las cualidades estéticas imprescindibles en todo libro que quiera, no meramente encontrar al lector en una altura media entre el escritor y él, sino elevarlo al prado donde la zarza estética da un pimpollo. Los narradores argentinos son enrevesados, caprichosos, arduamente intelectuales, cancheros, innecesariamente difíciles, y se diría que por las mismas razones hacen libros irritantes e insulsos, cuando no groseros e impresentables. La única forma de dotar a un narrador argentino de las virtudes necesarias para atrapar al público es investirlo de un Premio Literario y ofrecerle el Estrado —con lo que su opaca escritura tendrá el refrendo de las ventas, pero probablemente sufra el rencor del periodismo rico en ética. Los escritores argentinos no han aprendido nada de Nuestro Mayor Escritor, ese noble ciego que supo escribir frases como "Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche...", que el público podrá no entender del todo pero venera. De Nuestro Mayor Escritor, parece que los narradores argentinos sólo recordaran el texto que escribió para la contratapa de El informe de Brodie: "Escribo para mí mismo, para mis amigos y para atenuar el curso del tiempo" -algo que seguramente era una broma. Eso nos dicen los editores y los agentes, lo juro, y hasta nos lo dice el público -que por algo sabe tanto de cocina sibarítica-, buena parte de él desde los campos de exclusión en donde no hay bibliotecas.

No voy a decir que la acusación me resbala, porque no es cierto. Al contrario, me eriza. O... me galvaniza. Entonces me acuerdo de que a principios de la década de 1990, alarmado por la desproporción entre la cantidad de títulos que la industria editorial producía por año (casi 40.000) y la cantidad de libros anuales que según las encuestas la gente leía como promedio (uno), el Ministerio de Cultura español lanzó una campaña publicitaria con carteles en donde un chimpancé rodeado de libros polvorientos hacía morisquetas sobre una consigna que animaba a leer. Por supuesto, no fue el esporádico miedo a retroceder al mono lo que movió a la sociedad española, apretada entre el borreguismo franquista y la modernización aplastante, a segregar un público que hoy lee mucho más y anima la producción de sus escritores. Si en el lapso de diez años en España se formó un público para los libros fue por dos razones: primera, el desarrollo del consumo en un ambiente económico favorable (inducido por el FMI); segunda, la alianza de esfuerzos entre la industria editorial, el estado subvencionador y la crítica periodística, tres estamentos decididos a hacer una nueva literatura nacional canónica en base a la cantidad de escritores que ya venían actualizando a un lenguaje cosmopolita las agostadas categorías literarias del país de Franco. Los frutos de esa enorme inversión se notan hoy en algunas obras muy buenas, y mayormente se reparten entre la sociedad en forma de una cuota periódica de valores literarios. Pero del lado de los que escriben, el fenómeno más acabado del proceso es la figura del novelista artístico. Este prototipo de escritor, a la vez sensible a la experiencia y artesano competente, escribe historias ejemplares, enfrenta al lector con el lado oscuro de su psiquis y a la sociedad con los aspectos vergonzosos en que el periodismo no ahonda, y todo lo compone en lenguaje excelso pero accesible, en gráciles encajes donde cada motivo es claro y distinto, mitigando los efectos de la ambigüedad y las verdades dolorosas con el sedante de una arquitectura armónica. Es por esencia un escritor traducible -y propagandizable por la institución cultural que lo ampara-, cuya obra honra al pais y beneficia a los editores porque trasciende las fronteras. La literatura de este escritor es internacional: transporta de un lado a otro su pequeña carga de realidad nativa expresada en una lengua codificable. La palestra donde el escritor amplía el aporte artístico con opiniones idiosincráticas, intervenciones culturales o políticas, humor penetrante v aguijonazos de noble tábano, donde se indigna, reflexiona, ironiza o anima las polémicas necesarias para mantener despiertos a los moradores del mundo dual y viva la llama de la oposición, está hecha de columnas periodísticas, cursos, entrevistas, conferencias y congresos, negocios éstos que mientras le procuran ingresos añadidos -y le facilitan la tarea de escribir- contribuyen a ventilarle el nombre durante el intervalo que separa un libro de otro. Claro que este escritor no es un farsante. Puede ser veraz y hasta honorable. Pero no hay que insistir en que, muy a la manera de un adorno, y aun de una herramienta cultural, está incluido en el paisaje concentracionario, por mucho que defienda a los pobres y aunque a veces, desde las mismas columnas de prensa, se proclame marginal. España ha producido una meritoria hueste de figuras de este tipo. España, que ha tenido al porfiado y extraordinario Juan Benet-de cuyos libros un crítico de primer orden dijo que se le caían de las manos- y hoy tiene a Manuel de Lope, a Juan Marsé, a Alejandro Gándara, a Belén Gopegui, se ha confeccionado además una marmórea galería de novelistas internacionales, que se codean en las ferias del libro con los novelistas internacionales de lo menos véitincinco) países. Pero claro que 110 se trata de España, sino del reino de parálisis cerebral tonificada por el delito que es la promesa totalitaria de desarrollo (el triunfo mundial de la pequeño burguesía), donde la novela es la exquisitez que matiza los espasmos de conciencia: ese mundo que nos ofrecen como porvenir a todos los periféricos que superemos vivos la prueba del ayuno. Cualquier país encumbrado o en ascenso tiene un equipo de novelistas internacionales. Todos los novelistas internacionales juntos forman la Compañía Cosmopolita de Servicios Narrativos, proveedora de relatos artísticos encargados de "producir identidad" -algo por lo que el individuo concentracionario se desvive- y guiada por los siguientes principios: Sobriedad respecto a las violencias de un lenguaje cargado - Fidelidad al modo de vida del escritor - Continuidad estilística inmune a los cambios temáticos - Autenticidad respecto a un ser verdadero inherente a todo humano - Abstención de incorporar al libro nada que conmueva su rango de insumo privado de un número de consumidores. Si un libro trata temas irritantes, lo hace en lenguaje estimulante si el estilo se enrarece o embarra, nunca debe impedir que sepamos qué asunto está tratando. La foto del escritor y los conceptos que vierte en las entrevistas son de un modo u otro espejos de su estilo. No quiero decir que los novelistas internacionales se formulen este deplorable programa; el programa les viene implantado, y es el dispositivo más actualizado de la cultura de la burguesía, que nunca se consintió gastar más que para sí misma, pero disimulando los gastos todo lo posible. La reacción condicionada del escritor es confeccionarse una función, que a veces será aun meramente lúdica. El novelista da auténtica cuenta de su personalidad.

Según Jed Rasula, el mito de la autenticidad de la escritura confluye con el mundo del fin de la privacidad: "Ya no es cuestión de encontrarse con el mundo a mitad de camino. La privacidad está suprimida. Lo que hoy se llama ocio o tiempo libre es una especie diferente de deber, la zona de bricolage en que recortamos y pegamos nuestras atenciones, hasta convertirnos en suplementos del efecto de cuerpo total que obran los medios de comunicación, ese relato coherente e imprcgnador que flota al otro lado de la puerta. En vez de producir objetos para el sujeto, nuestro sistema produce sujetos para el gran objeto único." A cambio de contribuir a la producción de sujetos para el mundo concentracionario (dividido en inclusos v reclusos), el escritor obtiene una posición, v con ese contrato convalida el estado del mundo. Pero ya hace treinta años Maurice Blanchot señaló cuan absurda es la categoría de los libros escritos pensando en el público: como deben satisfacer ciertas apetencias, son libros que ya fueron escritos; por eso en realidad nadie los lee. Otros escritores, como entendía Valery, crean sus propios lectores.

Un aire de infantilismo impregna a veces las relaciones de los novelistas con la lengua que recibieron. MÍ idioma me ama. Mi Idioma me mima. Amo mi idioma. Si vamos a esto, tal vez fingir un balbuceo (como ya hizo Dada) nos pondría más cerca del estupor que del biberón. Pero no. Después de un siglo que intentó disolver las fronteras entre géneros y Juzgar cada libro por las leyes que él mismo propone, que insistió en la volubilidad de las palabras, en poner en duda su fijeza, en cortar las secuencias y entreverar los signos para que el cuerpo pudiera encontrar brechas en el muro del lenguaje, la prosa más alabada y consumida sigue manifestándose como si el lenguaje fuera inequívoco o directamente comunicante, como si la espontaneidad no arrastrase condicionamientos y la facundia no fuese sospechosa, como si el estilo elegante no cargara con un lastre de ecos, sombras, deudas, prejuicios y coacciones y no pudiera volverse, dado el contexto, cómplice de la injusticia y el aturdimiento. Las tres cuartas partes de los relatos que el ciudadano incluso compra hoy para colmar la mustia apetencia de lectura sigue pensando el estilo -esa uniformidad personal en donde el escritor busca identificar un yo huidizo- en términos de posesión del lector; cuando para atrapar a alguien desde la primera línea y no soltarlo hasta la última bienpuede usarse la fuerza bruta. Por la misma razón esos relatos ignoran las preguntas sobre la sustancia, la verdad y la persona que han sembrado, no sólo las ciencias duras y el pensamiento blando, sino casi todos los novelistas que importan desde Flaubert en adelante. En una segunda inocencia, la novela ya no piensa qué palabras podría usar después de la querella contra el humanismo y la solidez personal que alzó el pensamiento contemporáneo, y después del horror y las mentiras de nuestro tiempo. Para que la inocencia no lo condene, el escritor internacional se ampara en la ironía y refuerza sus apariciones públicas con observaciones corrosivas. Se presenta como altruista o como escéptico, y hace gran hincapié en desmarcarse de los auténticos vendedores. Pone su saber a disposición del público incluso. Enmascara su pusilánime inocencia de sometido bajo una especie de lucidez opositora. Como si pagara peaje a la ya afamada noción de autonomía de lo literario, y sabiendo que el cine y las telenovelas satisfacen la necesidad elemental de anécdota ficticia, se diferencia de los que se proclaman simples contadores de historias dando preeminencia al estilo, en el cual él se mira como ser ensamblado y el público reconoce los fastos de su figura. Falso dilema éste que lo delata; porque, la verdad, no hay ninguna narración sin historia, y hasta puede decirse que el estilo narrativo está hecho de opciones de invención. De modo que, cuando lo apuran, el escritor internacional justifica la mala conciencia que le causa prestarse al utilitarismo del sistema con una concesión traviesa: dice que la literatura inventa mentiras. Pero aun en este adagio va incluida sin tapujos una lección catedrática. Porque el secreto de la racioncita de poder que el novelista internacional recibe del poder está en el carácter aleccionador de su producción. Porque, entendámoslo: la cuestión no es sólo la inercia autista de la máquina de la guerra, la fuerza impositiva de la máquina del espectáculo, el sectarismo asesino, hipócrita e incompetente de las fórmulas económicas, el adocenamiento de las estrategias políticas o las penurias y la defección de la sociedad. La cuestión es el dispositivo general del modo de vida, que todos aceptamos, bien que muchos de mala gana; la compulsión fatal, la división mecánica del trabajo y de la mente aun dentro de cada uno. Dentro de este acuerdo general, seguir diciendo que la literatura cumple una misión estética, liberadora o purgante equivale a seguir dándole el carácter de pieza complementaria destinada a mantener la temperatura media del conflicto; es aceptar la fatalidad y aceitar la repetición y a la larga la entropía, el agotamiento del alma. Habría que pensar en otra literatura o una antiliteratura para salir de la servidumbre, desde el estilo hasta las formas de producción, o bien quitarle a lo que hacemos toda importancia y desalentar las expectativas. Habría que escribir como si uno quisiera empezar de nuevo, para despabilarse de a poco, con mínimas sacudidas, y eventualmente despabilar a uno que otro, si es que lo que se consigue, en el mejor de los casos, es un llamado a despabilarse.

Para calificar la literatura a un tiempo útil y placentera, esa que Incluye la dosis de dolor que aumenta el placer, no encuentro adjetivo más gráfico que suntuosa. Piense el lector en la cantidad de escritores suntuosos que en seguida le vienen a la cabeza.

"Nuestra ortodoxia", dice Michel de Certeau, "está fabricada con relatos sobre 'lo que está pasando'. De la mañana a la noche, incesantemente, los relatos acechan calles y edificios. Nos articulan la existencia enseñándonos cómo deberían ser. 'Cubren el acontecimiento', es decir, hacen nuestras leyendas. Nuestra sociedad se ha vuelto una sociedad narrada en un triple sentido: es definida por relatos (fábulas de la publicidad y la información), por citas de esos relatos y por su inacabable recitado." Oponer a las fábulas de la ortodoxia espectacular la palabra auténtica y elevada que sobrevuela la cotidianeidad caída es apoyar la venenosa estafa de que la literatura es cosa de grados de elaboración. De esa esclavitud no nos escapamos ni arguyendo que la literatura miente.

Porque la literatura no miente. Y tampoco es que la novela sea un grado menos artero del relato espectacular, o más franco y bienintencionado.

La literatura no matiza, no contradice, no desmiente ni denuncia el relato ortodoxo que nos mantiene en el universo tripartito de inclusos, excluidos y reclusos.

La literatura está siempre cambiando de tema.

Puede valerse de escorias de los relatos ortodoxos, y acaso ése sea hoy su recurso indefectible, pero en ningún caso las manipula; no las hace pasar por otra cosa. La otra cosa debería ser un conjunto nuevo en donde las escorias hayan cambiado de destino (como se decía antes, se hayan transmutado). La novela, y todo relato literario, es un artificio por el cual se despliega una historia como yendo en busca de una verdad que aún no despuntó, v cuyo hallazgo queda siempre aplazado. Mientras dura la búsqueda, a medida que la historia pensada se modifica un poco, va cuajando una forma que el escritor soñó, que nunca está seguro de alcanzar, y en cuyo marco fugaces verdades parciales titilarán antes de apagarse, cada una por obra de la siguiente, sucesivamente hasta el punto final.

Siguiendo ese parpadeo escribimos. Por eso, en su eterna ambición de realidad, la literatura hace girar todos los saberes —dice Roland Barthes- sin fijar ni fetichizar ninguno; otorgándoles un lugar indirecto, a veces llega a señalar otros posibles, insospechados, incumplidos. "La ciencia es grosera, la vida es sutil, y para corregir esta distancia es que nos interesa la literatura", dice Barthes. Cierto que al público lo reconforta mucho menos la exposición del desconocimiento crudo que las porciones preparadas de conocimiento-cocido. Pero si hay una utilidad en el relato no está en la preceptiva, ni en la histriónica muestra de una desilusión ejemplar, sino en el acceso a una intimidad con la vida en el mismo terreno en donde suele sellarse el exilio: las palabras. Narrar es emprender una fuga sinuosa y a veces larga y ardua para llegar, digamos, a un estado de "eficacia metafísica" que es lo contrario de "lo vano". Esa desenvoltura que da el trabajo entusiasta, esa continuidad, esa cercanía que a veces trastorna, es lo que mejor que podría ofrecer un relato al lector.

No querría ser trivial. No digo que todos los libros que se venden mucho son malos. Tampoco que los libros realmente buenos siempre son incomprendidos. Creo que la literatura está hoy tan bien como siempre. Sólo intento responder a los que lloran porque la narrativa argentina no se vende, y disuadir de virajes vanos a los que creen que un esfuerzo de seducción campechana nos reportará más lectores.

La literatura argentina tiene una historia de excentricidad. No hablo de extravagancia sino de un constante desvío, una distancia perspicaz respecto del tronco occidental, las preceptivas genéricas y las formas de representación aristotélicas. En el inicio de la literatura argentina hay un relato alegórico, un poema narrativo y una epopeya etnológica; en el centro hay una novela hecha de prólogos y un conjunto de cuentos disfrazados de ensayos; por el camino hay un delirio existencial personificado en delincuentes utopistas, una recreación de la Vita Nueva en los barrios porteños, una novela que se puede leer en diversos órdenes, crónicas de sucesos reales contadas con procedimientos de la ficción; y como hito reciente hay todo un cuerpo narrativo en donde no se encuentra la voz del narrador. Borges nos enseñó que se puede calificar con el verbo, que una cita puede representar una peripecia, que la distribución de acciones reemplaza eficazmente la causalidad psicológica -que a él le parecía falaz-; nos incitó a sospechar del realismo y la omnisciencia y nos habituó a incorporar crasamente la filosofía a la especie de las ficciones. Por la ironía de Borges consideramos el lenguaje un repertorio pobre para dar cuenta de lo real, pero a la vez materia de maravillas que revelan la condición ilusoria de la realidad. La autoconsciencia de la escritura creció con Borges en tal grado que nos permitió servirnos de toda la literatura a nuestro alcance para colmar libremente el vacío que nos funda. No por otra causa Ricardo Piglia pudo imaginar un encuentro entre Freud y Kafka, y Osvaldo Lamborghini la amistad entre un japonés v un polaco en "la gran llanura de los chistes". Pero Borges también nos endosó la desconfianza hacia la novela del siglo XIX, hacia la pictórica tradición del realismo, hacia Joyce y hacia Proust y Musil, y tanto la insoportable, declinante recua de epígonos como la rica cadena de discípulos tuvieron que enfrentarse con la desconfianza por buena parte de la tradición universal que Borges los había alentado a abrazar. Borges habría podido convertirse en un obstáculo epistemológico si a su arbitrarierad y su rigor clásico no los hubiera matizado la insolencia frente a las genealogías literarias. El explosivo magisterio de Borges y los diversos usos de su herencia resultaron, entre otras cosas, en un musitado florecimiento de la literatura fantástica y el cuento. Pero aun la vertiente decididamente novelística y urbana proviene en Argentina de un descastado como Arlt, y el resultado de esta convivencia es la escasez de esa narrativa que actualiza incesantemente la representación simbólica de las relaciones Íntimas en el medio social -o la representación de la intimidad de las clases-, algo que en casi todos los países distingue al género novela (en inglés, la ficción mains-tream). El narrador que mejor consiguió actualizar el realismo y más felizmente prescindió del legado de Borges fue por supuesto Manuel Puig. Cuando la lengua agórica, patrimonial, gramática, pública y ejemplar de Borges declinaba en incontables remedos amanerados, cuando su potencia nublaba

para la imaginación zonas enteras de la vida, a Puig se le ocurrió disgregarse en un conjunto de personajes que sólo podían existir en una lengua hogareña, materna, privada, oral, inestable, sensitiva; allí donde era de rigor elegir a Emerson o Swinburne, él eligió a Agustín Lara y Max Ophuis y alteró el stock de mitos locales. Pero tenemos hartos ejemplos de metamorfosis: la condición de la narrativa argentina, algunos dirán que su vicio, es la transformación permanente, aun dentro de cada serie, como si muchos escribieran, no para consolidar una obra sino para no congelarse en una versión de sí mismos. No tenemos libros empinados como, pongamos, Conversación en la Catedral o Ardiente paciencia, que puede discutir cívicamente una comunidad; la enseñanza de la literatura argentina es una implausible vía para formar productores-consumidores, y hasta ciudadanos; si se aplican al análisis de los relatos, la verdad sea dicha, las clases de literatura argentina mayormente inducirán a la disidencia. ¿Hay que condolerse de esto? Tenemos narradores de sobra para animar a los de ahora, jóvenes o viejos, a intentar que el relato obre lo que otras formas artísticas tienen vedado -la manifestación convincente de lo imposible-, pero no los impulsará precisamente a representar mediante destinos típicos el meollo de una época. No muchos más que Viñas, Walsh y Fogwill eligieron el realismo como continuidad necesaria del deseo transformador. Y si un muchacho quiere embeber la escritura en el ruido de su tiempo, digamos reencontrar la frescura de la sensación, sentirá que no hay atajos limpios a través del nominalismo de Borges: que tendrá que formularse un proyecto y dar el rodeo por varias operaciones de negación y afirmación. En todo caso no hay un solo escritor argentino, ni siquiera entre los más claros, que uno lea sin acusar casi en seguida un mensaje de advertencia, amable o rispido, contra la presunta transparencia del lenguaje. No hay un solo gran escritor argentino que se sienta rector de sus materiales; abunda el deseo de escribir para curarse de malformaciones sistemáticas. Pero casi ninguno se siente intermediario y por eso hay tan pocos escritores de palestra. El lenguaje tiende a no alcanzar, a señalar un más allá o un más abajo, como en Di Benedetto, en Conti o en Saer, o no tiene nada debajo ni detrás ni adentro, o devora en la sucesión aquello que lo ha suscitado, como en Gombrowicz o en Aira. Lo que el relato ofrece es revelación o violencia que al resolverse en risa o lágrimas nos ponen al borde de la impavidez.

No deja de haber un heroísmo cómico en un arte asi. Como entiende que el relato inventa el acontecimiento, el escritor argentino suele depositar la alegría, el escepticismo y la responsabilidad en la forma, y fuera de esto prefiere en general considerarse un ciudadano más -lo que entraña responsabilidades de orden moral. Sabemos que la literatura no es una herramienta; a lo sumo es una experiencia -la de hacerla- o un abuso que la imaginación hace de las flaquezas del recuerdo; un modo de estar, no forzosamente ejemplar ni útil y tampoco chispeante. Así nos pone del lado de la vida. También sabemos que en la lengua se confunden servilismo y poder; y que si la libertad es no sólo sustraerse al poder, sino además no someter a nadie, sólo habría libertad fuera del lenguaje. Claro que el lenguaje humano no tiene exterior, dice Barthes, y sólo se puede salir de él mediante un acto inaudito de entrega muda -así el místico— o por un sereno, dichoso asentimiento a la preeminencia de la vida. "Pero a nosotros, que no somos ni caballeros de la fe ni superhombres, sólo nos queda, si puedo así decirlo, hacer trampas con la lengua, hacerle trampas a la lengua. A esta fullería saludable, a esta esquiva y magnífica engañifa que permite escuchar la lengua fuera del poder, en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje, por mi parte yo la llamo literatura." He aquí inmejorablemente expresada la razón de que hoy estemos embarcados en cortar con Borges, y de que próximamente se vaya a cortar con otros maestros. Tal nuestro precario suelo.

El novelista argentino más habitual no cree en la autenticidad, la inspiración, los monstruos interiores, los personajes que cobran vuelo ni la sensibilidad exacerbada. La excentricidad a veces obtusa que gasta es una forma, pienso yo, de salir del universo concentracionario mediante la imaginación, para ir sinuosamente, no puede ser de otra manera, al despertar en lo incondicionado. SÍ algo expresa la obstinada negativa de nuestros relatos a respetar las preceptivas, ese anhelo de cambio que no se da tregua, no es tanto una incomodidad frente a la institución literaria, sino el rechazo del condicionamiento y la esclerosis múltiple del gusto. Nuestra literatura se negó celosamente a ser compañera de ruta del país en la marcha hacia la democracia concentracionaria. Los aspectos defensivos de ese impulso se tradujeron en carencias formales, y éstas en la imposibilidad de representar panorámicamente la tambaleante historia nacional. Pero en Argentina la producción de mitos es tan copiosa y rápida que vale la pena preguntarse si cualquier ficción retrospectiva, obsesionada por el pasado, las raíces de la conducta y el medio social, torturada por lejanos pecados de comisión y omisión, por los precedentes de esta época, no va a ofrecer siempre un aspecto más bien cadavérico -cuando muertos ya tenemos de sobra. La salida está en el presente (que es lo que supuestamente aflige al público incluso) y en sus opciones inmediatas. El medio físico, la contaminación de la mente, el entumecimiento del lenguaje y la sensación, la vida latente de la sensación, el prodigio de la sensación cuando aparece. No retroceder ni adelantarse: escribir como modo de estar en las cosas. La ventana con begonias y la ventana blindada, la canilla que gotea y el pecho que alienta, el olor a cable quemado y el olor a pata, la pistola y el guiso, el nintendo y el chiflido, el vendedor de escobas v el surtidor de nafta, el óvulo congelado y la molleja, el link, la ojota, el charco, el romance, el franeleo, la vinchuca, la lycra, la tórtola v el cristal líquido.

Pero resulta que ahora se reprende a los escritores argentinos porque han inclinado la narración a la índole rara de la poesía. El juicio, es lo peor, viene conjuntamente de los editores y del público, a los que se suman algunos experimentalistas arrepentidos. Parece que no se dieran cuenta de los esfuerzos de adaptación que viene haciendo parte de nuestro campo literario, o que no les bastaran. Porque a fin de cuentas, ¿no tenemos un equipo competitivo de novelistas que trabajan para la Compañía Cosmopolita de Servicios Narrativos? ¿No hay un puñado de sabios melancólicos calificados para encaminar la acritud y templar el ánimo de los llamados resistentes? Sin duda tenemos creadores de estilo suntuoso e inteligencia cultivada, capaces de amasar conocimientos históricos sólo accesibles con gran paciencia y de ofrecerlos amenamente con la guinda de un secreto curioso o una audacia picante. Tenemos opinadores, interventores y conferenciantes. Ingentes, aunque todavía bisónos, artesanos de la contundencia, instruidos en el manejo del lazo que atrapa. Cientos de talleres para la formación de nuevos técnicos de la Compañía Cosmopolita de Servicios Narrativos. Figuras institucionales que no desmerecerían la mesa de un presidente, si el presidente encontrase tema de charla con un comensal escritor. Hasta nos sobran artistas vanidosos, terribles y uno que otro dandy, y locos simpáticos. Y tenemos un lindo malestar abúlico, esa asténica tensión entre el escritor y la gente que tanto da para ventilar el estado de la cultura en cualquier sociedad contemporánea. Podemos ofrecer una literatura rica en valores de conocimiento y en juicios perdurables. Parte de nuestro cuerpo literario esta tan completo que parece que se hubiera agachado en masa. Pero nos piden mas. Piden, no sé... fascinación. Un Umberto Eco, piden. Alguna otra cosa. No se la vamos a dar.

Y no por capricho o suficiencia, sino porque preferimos no estar ahí, aportando al mundo de la exclusión los relatos compensatorios que lo ayuden a sostener la mentira de que no es igual al infierno penitenciario. No los ayudaremos a distinguirse. Sólo podemos contar que la distinción es una fantasía del sometido. SÍ algo queremos es salir de las oposiciones. Y esto vale también para la literatura "de denuncia". Dijo Adorno: "La grandeza de una obra de arte radica únicamente en el poder de permitir que se oiga aquello que la ideología oculta." Las rigideces que le hemos descubierto al despótico Theodor no nos privan de aspirar a una porción de esa grandeza. He aquí qué sería para mí la gloria para un escritor: dejar una forma acertada, maleable, que se adapte a la presión y el trabajo de otras mentes. Dejar un motivo. Para eso es necesario el concurso de otras mentes dispuestas a leer como quien presiona, y, desde luego, una forma que se ofrezca a esta clase de presión y de trabajo y los suscite. De modo que ni siquiera estamos dispuestos a denunciar. Uno de los mayores triunfos del capitalismo ha sido poner a los artistas al borde de la miseria para que, desde esa perspectiva, se hagan cargo , de que existe la lucha de clases y terminen pensando que el arte puede servir a la revolución, la acusación, el mejoramiento de la sociedad o el triunfo de la causa de los que sufren: así los empujó al terreno de la servidumbre, cuando el arte debería proponerse un esclarecimiento mucho mas radical; antes que nada, o aun como de paso, debería develar que el pensamiento utilitarista del capitalismo nos mata, no en pocos casos de tedio. Hay que repartir la riqueza, y eso pertenece a la acción cívica. Pero hay que dar dulzura e intensidad a la vida, y eso pertenece al silencio o al arte. Es realmente muy improbable que instauremos una sociedad igualitaria mientras el hombre de acción no sepa callar a veces, y reconcentrarse un rato largo, porque está anhelando volver al rostro que tenía antes de nacer. O sea que no. Queremos guardar todas las fuerzas que la compulsión dedica al poder, a la conquista, a la acumulación, al fetiche que multiplica la sed, para dirigirlas al presente. Queremos contar como quien no sabe si vivirá para terminar el cuento, y que al lector le apene la posibilidad de que el cuento no termine.

 

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