Domingo 09 de agosto de 1998



MARCELO COHEN
El tiempo sin límites



MUSICO EN NUEVA YORK. La rebelde soledad del hombre de jazz es una figura emblemática de este siglo.
El jazz analiza, rompe y distorsiona melodías; por esencia es la creación de melodías nuevas sobre la base armónica de otras; pero detrás del tumulto de cada paráfrasis, incluso de la innovación rabiosa, suele estar intacto aquello que las hizo posibles. Quizá porque aún tiene cerca su origen, el jazz es un arte sin cadáveres viviseccionados. Cuando a comienzos de los sesenta Eric Dolphy participó en un festival de Washington y oyó por primera vez a la Eureka Jazz Band de Nueva Orléans, se quedó petrificado. "Estaba ahí, en medio de esos viejos -dijo- y no encontraba mucha diferencia con lo que hacía yo, salvo que la música de ellos era tonal. La libertad era la misma." La confluencia en acto de inventiva personal y herencia común da a los buenos solos un poder infalible: el que oye queda desposeído de sí, embargado por el momento y el músico, y a cierta altura cree captar algo que no ha oído ni va a oír nadie más. Charlie Mingus dijo que a veces Charlie Parker lograba que cada oyente sintiera lo mismo que él. Pero se sabe que la naturaleza de estos secuestros, o estas entregas, no es bárbara ni elemental.

Voy de un lugar a otro por la calle, cuando al pasar por una disquería oigo un saxo que ataca un arpegio. Es Stella by Starlight, un estándar archiconocido; la melodía tiene una estructura inestable, de modulaciones mínimas, y por eso a los jazzmen les encanta. Yo he reconocido que el que toca es Stan Getz. Me paro, faltaba más, y escucho. Después de exponer el tema, Getz aborda el primer coro (coros son las repeticiones variadas de toda la melodía) desde muy arriba, suelta un chorro de notas descendentes, y se demora en un riff gaseoso. En el segundo coro la sección rítmica valsea; el saxo cobra grosor, se suelta y desfleca la frase arañando los límites de su registro. En el tercero, la expresión se vuelve agitada y contradictoria. En el cuarto coro crecen la velocidad y la elocuencia, hasta que sobreviene una pausa y el ímpetu se afloja en un arrullo, como si Getz recordara la famosa versión de ese tema que él grabó treinta y cinco años antes, y con ella su dulce vibrato de celofán, y se recuperara a sí mismo. Yo tenía algo que hacer, pero me he clavado a una baldosa. Estoy rindiéndome a la inspiración experta de Getz, no puedo adelantarme, no preveo qué terminará de expresar (tampoco puedo recapitular, soy todo percepción) y el tiempo del reloj digital se pierde en los giros de un curso que se va haciendo solo.

¿Se puede narrar el tiempo, el tiempo como tal? Esto se pregunta Thomas Mann en La montaña mágica, antes de concluir que no, que es al revés: la narración realiza el tiempo; lo llena, lo divide, lo hace pasar con la sucesión de las cosas, y en esto se parece a la música. La diferencia es que, si una pieza musical tiene un solo tiempo -el que "dura" su ejecución-, en el relato el tiempo del desarrollo coexiste con el de los hechos narrados. El clásico Mann dice: "Se conocen diarios de fumadores de opio que durante el breve período de transporte han vivido sueños que se extienden sobre diez o sesenta años, y hasta rebasan los límites de la experiencia humana del suceder... Es un poco a la manera de esos sueños como la narración trata el tiempo".

Claro que el tiempo de la enunciación verbal es además un compuesto inconmensurable. Aparte de que un cuento dura una cantidad de páginas, cada lector tiene su ritmo de lectura y sus quehaceres. El escarabajo de oro se puede leer de una sentada, o a lo largo de tres noches; y de todos modos las frases están curtidas por un tiempo más, el que el escritor tardó en escribirlas. Como todos estos tiempos producen los hechos que se cuentan, y a la vez son desbordados por esos hechos, la narración entra en la vida como un compuesto nebuloso que desplaza la sólida pauta de antes y después.

Mann, un maestro en estancamientos y divagaciones, tendría que haber escuchado jazz, música en la cual ninguna pieza dura siempre lo mismo. Improvisar es componer espontáneamente. Cuando un intérprete toca un solo sobre, pongamos, Lover Man, la cantidad de coros que utilice dependerá no sólo de una concepción previa, más o menos general, sino de lo que cada segmento y su estado de ánimo le vayan sugiriendo: de lo que necesite para expresarse. En 1956, en Newport, el apolíneo maestro Duke Ellington consintió que su saxo tenor Paul Gonsalves tocara 27 coros sobre Diminuendo and Crescendo in Blue. La improvisación jazzística se apoya en una variedad de elementos temporales cuyas reglas de uso le gusta romper. Un tema tiene una extensión -en compases- que cada músico estira o comprime con un sentido propio del beat, con esa suma de cortes y arrastres que se llama swing, con su imaginación y su sonido. Los arreglos de conjunto añaden variedades de color, desplazamientos de masas sonoras. A veces el solista cambia de ritmo sobre la marcha. Además, porque depende de los sentimientos, la improvisación incluye el tiempo de la memoria y se hace cargo del inconsciente, que es intemporal.

John Coltrane improvisaba cuarenta minutos buscando un sonido que lo acercara a Dios. Cecil Taylor quiere que la sociedad entienda cuánto la aterra sentir. El jazz es una celebración; y como en parte celebra su historia (negra la más), esa historia real de agravios, exaltación y relevos pone algún límite a todas las improvisaciones.

Habría otro límite. En el plano implícito de la música, la relación armónica entre sonidos es especial. La nota tónica y la dominante son posiciones; un intervalo es una distancia. Para los jazzmen de fines de los 50, la homogeneidad del espacio armónico era un cerco. "La música es para los sentimientos", dijo el salvaje Ornette Coleman, presunto inventor del llamado free jazz: "Creo que el jazz tendría que expresar una gama mayor que la que ha expresado hasta ahora". Coleman, Miles Davis o John Coltrane buscaron en el atonalismo una forma hecha de relaciones de timbre, de color y de ritmo. Antes de eso, Coltrane había dicho que tocando con Thelonius Monk había que estar alerta si uno no quería meter el pie en un agujero sin fondo.

El relato es una sucesión de hechos realizada en el espacio de la escritura -o en la voz-. Los enemigos de las inversiones, de las tramas abiertas de la novela experimental, sostienen que el lector necesita comienzos y finales claros para que no lo mate la angustia del infinito. Pero el narrador sabe que al limitar la extensión de la historia y fabricarle un desenlace está adulterando -más si cabe- la verdad. El narrador querría una especie de tiempo que lo redimiera del espacio y la fatalidad del final; así Ellington quería temas que terminaran como si fueran a seguir.

Los músicos de jazz pueden improvisar porque han digerido tan bien la estructura armónica de un tema que se olvidan del tema y de la técnica y entran en un continuo que une el alma con el sonido. El narrador, en cambio, traduce acontecimientos. Pero no creo que uno solo escriba lo que ha pensado; desde otro punto de vista, uno piensa lo que va escribiendo. No hablo de escritura automática, sino de una lucidez que sintetiza realidades cuando el cuerpo y el pensamiento acuerdan con las energías del lenguaje. A mí me gustaría escribir sucesos sin clímax, como las escalas acuáticas e incesantes del pianista ciego Lennie Tristano. O historias donde nunca pase lo que debía pasar, como en los solos de Lester Young. Son aspiraciones frustradas de antemano, entre otras razones porque en la literatura no hay base armónica; digamos, no hay tonalidades acabadas (como el Mi menor), y por lo tanto no hay atonalidad en sentido estricto. Cualquier intento de composición espontánea deja al narrador en ridículo. Sin embargo, otra cosa que enseña el jazz es que en el peligro de quedar mal radica el secreto de la belleza. Parte, al menos. O toda otra belleza.

El 16 de enero de 1936 por primera vez una orquesta de jazz tocó en el Carnegie Hall, uno de los santuarios neoyorquinos de la música clásica. Los muchachos de Benny Goodman hicieron una música exuberante y el público se regocijó, pero el trompetista Harry James dijo: "Nos sentíamos como putas en una iglesia". A veces pienso que todo el arte debería ser así, no sé si me explico.

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